Salmo 32
R/. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad
Aclamad, justos, al Señor,
que merece la alabanza de los buenos.
Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor,
el pueblo que él se escogió como heredad. R/.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre. R/.
Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo;
que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti. R/.
R/. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad
Aclamad, justos, al Señor,
que merece la alabanza de los buenos.
Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor,
el pueblo que él se escogió como heredad. R/.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre. R/.
Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo;
que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti. R/.
En el evangelio de este
domingo (19º ordinario), Jesús dice que allí donde está nuestro tesoro está
nuestro corazón. Es una frase rotunda que, por muy oída, quizás no acabamos de
comprender en todo su alcance.
¿Dónde está nuestro
tesoro? ¿En qué fundamentamos nuestra vida? ¿En quién ponemos nuestra
confianza? ¿Qué meta perseguimos?
La heredad que esperamos
¿cuál es? Para muchos pueblos y culturas de la antigüedad la heredad fue el
poder, la hegemonía sobre un territorio, el oro y las riquezas, el dominio
sobre otras naciones. Hoy, miles de años después, el afán de poseer y dominar
sigue moviendo la política del mundo.
Israel se desmarca. Es un
pueblo pequeño, errante y perseguido… como lo son los cristianos, hoy, en
muchos lugares. Pero no ambiciona lo mismo que ambicionan otros pueblos. Su heredad
es el Señor. Y el Señor no es una fantasía. El Señor es un padre amoroso cuyos
ojos no dejan de posarse sobre sus hijos. El Señor es el Dios de la vida, que
puede «librarlos de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre».
La fe de Israel no nació
sólo de un deseo. Nació de la experiencia cotidiana de sentir que hay alguien más
grande que todos los reyes y conquistadores del mundo. Y ese alguien no sólo es
un Dios todopoderoso que está en los cielos. Ese Dios baja a la tierra, camina
con los hombres e interviene en sus vidas. Si le dejamos, si esperamos en él,
si le invitamos, Dios acude. Como una madre no posesiva, que ama a sus hijos
pero los deja en libertad, no deja de correr a ayudarlos si ellos la necesitan
y la llaman. Entonces se convierte en «nuestro auxilio y nuestro escudo». Y su
misericordia ―su amor entrañable― se vierte sobre nosotros.
Pero ¿es que Dios no es
padre de todos? Su mirada, ¿no se posa sobre toda criatura, sobre todo ser
humano, sea creyente o no? ¡Claro que sí! Pero es muy distinto ser mirado por
Dios y no saberlo, o no creer en su bondad, que devolverle la mirada. El
encuentro con la divinidad se da cuando el hombre, a su vez, vuelve los ojos al
cielo. Mientras somos mortales no podemos ver a Dios con los ojos físicos, pero
sí con los del alma. Son los ojos de la fe.
Cuando se cruzan las
miradas, la de Dios y la humana, se produce el milagro. Es como el chispazo de
un enamoramiento. Es el inicio de una relación llamada a no romperse jamás. Una
mirada. Una llamada, una respuesta. Es así como empiezan las historias de amor
de Dios con tantos santos. Es así como se inició nuestro romance con el Creador…
Y si todavía no se ha iniciado, quizás sea el momento de girar la mirada hacia
lo profundo. Con humildad y confianza. En el momento en que nos sentimos
mirados por Dios, ya nada volverá a ser igual.
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