29 de abril de 2022

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado

Salmo 29


Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.

Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo.

Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.


Este salmo recoge con imágenes poéticas los avatares de la vida humana. Hay momentos de llanto, días de júbilo; dolor, gozo, muerte y vida se suceden. Y en medio de las turbulencias, siempre podemos encontrar a Dios.

Todos, en algún momento de nuestra vida, nos hemos sentido angustiados y oprimidos por las dificultades y por enemigos, ya fueran personas o situaciones que nos aprietan. ¡Cuántas nos parece estar metidos en un foso oscuro, un túnel sin salida!

Sin embargo, hay una mano salvadora que nos ayuda a salir adelante y nos hace revivir. Toda muerte precede a una resurrección. «Cambiaste mi luto en danzas», dice el salmo, en una frase que contrasta vivamente el duelo con la alegría más exultante. ¿Podemos superar las desgracias, solos? No. Necesitamos ayuda. Y no hay soporte ni auxilio más poderoso que el de Dios.

Nuestra vida está tejida de claroscuros. «Al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo». Conoceremos toda clase de experiencias. Creer en Dios no nos librará de los problemas. Quizás todavía nos ocasione más, porque la fe acarrea compromiso y la coherencia a menudo exige nadar a contracorriente. Pero la alegría que trae confiar en Dios supera con creces esos momentos de oscuridad.

El salmo resalta, también, que Dios es Señor de vida, y no de muerte. Morir es quizás el mayor reto al que nos enfrentamos. Todas las pequeñas muertes y desprendimientos a lo largo de nuestra vida son puertas hacia una conversión, una renovación interior. La muerte definitiva, el fin de nuestra vida terrena, también será el umbral de otra Vida, renacida y plena. Esta es nuestra esperanza.

22 de abril de 2022

Dad gracias al Señor porque es bueno

Salmo 117


Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

Que lo diga la casa de Israel: eterna es su misericordia
Que lo diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.
Que lo digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia.

Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó;
El Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación.
Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos.

La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo.

Continuamos cantando el salmo 117, un poema que nos habla de resurrección, de vida y de plenitud.

Meditar sobre la pasión de Jesús nos lleva inevitablemente a pensar en nuestros propios dolores y sufrimientos. Es en estos momentos cuando confiar en Dios se convierte en el báculo y el sostén que nos permite seguir más allá de nuestras propias fuerzas.

El salmo habla de los justos: en sus tiendas habrá cantos de victoria, como en el campamento de un ejército victorioso. ¿Quiénes son los justos? ¿Qué batalla acaban de librar? Los justos, en el lenguaje bíblico, son aquellos que reconocen su verdad humana, hermosa pero limitada, y la presencia amorosa de Dios, que nos ha hecho y nos sostiene. La batalla se libra cada día: contra el desánimo, la duda, el cansancio y el egoísmo. La guerra es a brazo partido contra la tristeza, el miedo y la desconfianza. Nuestras fuerzas humanas son muy flacas para hacer frente a estos enemigos, siempre al acecho. Pero contamos con un aliado poderoso que solo espera una mirada nuestra, un gesto, un resquicio de corazón abierto, para combatir a nuestro lado y darnos la victoria.

Y es una victoria gozosa, en la que nosotros apenas hemos puesto más que un alma confiada. Para Dios, esto ya es mucho, él hace el resto.

El evangelio de hoy nos habla de la felicidad de aquellos que llegan a creer sin ver. La fe es un acto de valor, pues nos habla de confiar y creer aún sin tener pruebas palpables. La fe no se da en plena luz, sino cuando todavía la penumbra nos envuelve y los enemigos empujan y empujan para abatirnos, como dice el salmo. La luz llegará después.

También nos habla el evangelio de la incredulidad. Parece que la posición incrédula sea hoy la más valorada, la más inteligente, la propia de gente sensata, razonable, que piensa. Los crédulos son la gente simple y emocionalmente frágil, que necesita «agarrarse a un clavo ardiendo», como se suele decir. Quizás los creyentes somos esas piedras que los arquitectos y muchos intelectuales de nuestra sociedad desechan o miran con desdén. Pobres ilusos. Pero hay un salto entre simple credulidad y fe.

A los ojos de Dios, todo cambia: «La piedra desechada pasa a ser piedra angular». También Jesús fue piedra rehusada en su tiempo, acusado de farsante, crucificado como un malhechor. Y hoy sigue siéndolo. ¡Cuántas acusaciones, interpretaciones sesgadas, falsas imágenes y atributos distorsionados recibe su persona!

Pero, ¿qué hace Dios con esa piedra vapuleada?

Jesús resucitó. Rompe esquemas y barreras, hasta el muro más infranqueable, el de la muerte. Comienza una nueva vida, plena y duradera. Nosotros tampoco quedaremos olvidados. La compasión de Dios y su amor entrañable duran para siempre, y estamos muy presentes en su corazón. 

8 de abril de 2022

¿Por qué me has abandonado?


Salmo 21


Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere.»

Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel.


Clavado en la cruz, Jesús recitó las palabras de este salmo, palabras del hombre sufriente, acosado y golpeado por sus enemigos. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Es el clamor de muchas personas que sufren hoy; es quizás también nuestro clamor cuando las dificultades nos aprietan y no vemos una salida. Sentirse abandonado por Dios es la soledad más profunda, más hiriente y completa. Jesús, tan humano como nosotros, no fue ajeno a este dolor. Un dolor que va más allá de lo físico y lo emocional. Es el sufrimiento espiritual, el zarpazo del abismo, la amenaza del vacío.

Después de su entrada triunfal en Jerusalén, Jesús parece abatido y vencido. Su misión termina en una aparente derrota. Los versos del salmo reproducen cuanto le sucede: lo cercan, lo arrestan, le taladran pies y manos, se reparten su ropa. No solo lo atacan, sino que lo despojan de todo cuanto tiene y de su dignidad. La burla y el reparto de ropas expresan muy bien esa crueldad absurda que se mofa del vencido, que se ensaña sobre el hombre caído. 

Y, sin embargo, el salmo acaba con una alabanza a Dios. ¿Cómo es posible?

Jesús también venció esa última estocada del mal: la tentación de desesperarse, de dejar de creer. En la misma cruz, su súplica angustiada con las palabras del Salmo es al mismo tiempo señal de que sigue confiando en su Padre. ¿Cómo podría clamar a Él, si no creyera que le escucha? Ese grito lanzado al cielo es su última oración.

Cuando somos capaces de confiar en Dios hasta el extremo, hasta las circunstancias más difíciles y penosas, entenderemos estos versos dramáticos y las palabras de Jesús, muriendo en cruz. Entenderemos que hemos de pasar por una muerte para resucitar. Esa muerte se traducirá en cambios profundos en nuestra vida, incluso cambios en nuestra forma de ser y de pensar. Mantener la fe a toda prueba nos templa como el fuego. Y nos hace personas nuevas, más libres, más vivas. Resucitadas.

Estos días de Semana Santa nos invitan a descubrir el sentido oculto del dolor y a buscar la curación de toda herida humana, corporal y espiritual. Encontraremos la respuesta en el amor y en la entrega sin límites, un amor como sólo Dios puede darnos. El amor que nos mostró Jesús. 

1 de abril de 2022

El Señor ha estado grande...


Salmo 125


El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

La liturgia contempla la lectura de este salmo en más de una ocasión. Lo leemos durante el tiempo ordinario, como cántico agradecido por los dones de Dios. Lo volvimos a leer en tiempos de Adviento, como himno de espera regocijada. Y lo leemos ahora, en Cuaresma, cuando nuestra espera es aún más gozosa, si cabe. En Adviento esperábamos el nacimiento, el Dios hecho hombre que venía a habitar entre nosotros. En Cuaresma esperamos la Pascua: el milagro del Hijo de Dios resucitado que nos abre las puertas del cielo.

Son los dos momentos cumbre en esta larga historia de amor entre Dios y la humanidad: en Navidad, Él desciende a la tierra, acampa entre nosotros, se hace humano. En la Pascua desciende más aún, hasta la muerte, y vuelve a ascender en la resurrección. En ambos momentos la humanidad es elevada, dignificada y empapada del amor divino.

Los salmos, aún escritos en el Antiguo Testamento, ya nos hablan de esta humanidad transformada por el amor y la misericordia. De la misma manera que el agua hace fértil la tierra y la cosecha compensa con creces los esfuerzos del labrado y la siembra, también la generosidad de Dios transforma nuestra vida y premia a aquellos que confían en Él.

Las imágenes del desierto que florece y de los campos de mieses en plena cosecha son preludios simbólicos de una resurrección. Después de nuestra muerte experimentaremos ese nacimiento a otra vida que no podemos imaginar… Pero ya antes, en nuestra vida terrena, podemos experimentar muchas pequeñas muertes y muchos renacimientos cada vez que nos dejamos tocar por la misericordia de Dios. Cada vez que abrimos el corazón a su bondad él enviará su lluvia y regará nuestro yermo interior y hará brotar algo nuevo.

La piedra desechada