Salmo 89
Señor, tú has sido nuestro refugio
de generación en generación.
Antes de que los montes se engendraran, antes de
que nacieran tierra y orbe, de lo eterno a lo eterno, ¡oh Dios!, tú eres.
Tú mandas que el mortal al polvo vuelva, tú nos
dices: volveos, hijos de los hombres.
Porque mil años son ante tus ojos como el día de
ayer que ya pasó, y como una vigilia de la noche. Pasan como un sueño matutino,
como la hierba verde, que florece a la mañana y a la tarde la siegan y se seca.
Has puesto ante tus ojos nuestras culpas, y a la
luz de tu rostro nuestros pecados más ocultos. Al ardor de tu ira, nuestros
días se han ido consumiendo uno a uno; nuestros años se acaban cual suspiro.
Enséñanos a contar nuestros días y a llegar a la
sabiduría del corazón. Vuélvete, Señor, ¡ay, hasta cuándo!, y muéstrate
propicio con tus siervos.
Sácianos pronto con tu gracia y así nos alegremos
y exultemos todos nuestros días.
Este salmo puede
sorprendernos por su crudo existencialismo. Algunos de sus versos nos resultan
muy actuales. ¿Quién no se ha estremecido más de una vez, considerando cuán
rápido pasa el tiempo, cuán frágil es nuestra vida, qué poca cosa somos ante la
muerte? Los existencialistas fueron conscientes de esta limitación de la vida
humana y la sufrieron con angustia, hasta la náusea. Sí, da vértigo pensar que
no somos eternos, que antes de ser engendrados no existíamos y que, un día,
dejaremos de vivir. ¿Por qué nos asustan tanto estos límites?
La sed de eternidad es
connatural al ser humano. Y por eso, desde tiempos inmemoriales, el hombre ha
buscado algo —o alguien— más allá de la pura existencia terrenal, más allá de
la realidad física, palpable y finita. El pueblo judío descubrió en esta
búsqueda a Dios. Solo Él puede saciar esta sed de infinitud, sólo Él puede
mitigar nuestra angustia y darnos paz para vivir dentro de nuestros límites.
Porque Él, como bien reza este salmo, es eterno, infinito e inmortal. «Tú eresۘ»,
dice el primer verso, y esto nos lleva a aquellas otras palabras del Señor a
Moisés: «Yo soy el que soy». El único que es
en total plenitud, sin límites.
La sabiduría de la que
nos hablan los salmos, y la
Biblia en general, no es mera erudición, ni conocimiento
científico, ni siquiera filosofía elaborada. Es una «sabiduría del corazón»,
esa que nos enseña a contar nuestros días, la que nos permite aceptar nuestros
límites y reconocernos como somos: ni dioses, ni todopoderosos, ni
independientes. Pero esta sabiduría no se limita a ser realista en cuanto a la
condición humana. Nos llevaría al vacío, al pesimismo desesperanzado y a la
tristeza, y esto no puede colmarnos jamás. La sabiduría del corazón es la que,
además, reconoce a Dios. No basta con saber que somos limitados: hemos de saber
que Dios está junto a nosotros. Y Él, que es amor inmenso y desbordante, nos
sostiene y sacia nuestros anhelos más profundos. Junto a la menudencia humana
está la grandeza de Dios: esta ha sido y es la experiencia de muchos santos. Reconocer
esta doble realidad y abrazarla es un fundamento firme para vivir con paz.
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