Señor, ¿quién puede hospedarse en tu
tienda?
El que procede honradamente y practica la
justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua.
El que no hace mal a su prójimo ni difama al
vecino, el que considera despreciable al impío y honra a los que temen al
Señor.
El que no presta dinero a usura ni acepta soborno
contra el inocente. El que así obra nunca fallará.
Señor, ¿quién puede
hospedarse en tu tienda? Esta frase tiene como telón de fondo la peregrinación
de Israel en el desierto y su alianza con Dios, sellada mediante el
cumplimiento de la Ley. Hospedarse en la tienda de Dios es entrar en su casa,
alojarse en su corazón. La pregunta ¿quién puede hospedarse ahí? expresa el
deseo de vivir en su presencia y gozar de su protección y amor.
En la mentalidad de los
antiguos israelitas no todos podían acceder al recinto sagrado donde habitaba
Dios. Hacía falta estar puros, es decir, consagrados, dedicados a él. Y esta
pureza se conseguía, entre otras cosas, cumpliendo los mandamientos.
En el salmo que leemos
hoy se recogen varios preceptos que nos recuerdan el Decálogo, pues forman
parte de la Ley de Moisés. Nos hablan de actuar con honestidad, de ser justos,
de no mentir, no calumniar, no robar ni prestar con usura. Nos exhortan a no
hacer mal al prójimo y a temer al Señor. Se desprende de estos preceptos una
moral muy clara, que nos hace reflexionar sobre muchas situaciones que estamos
viviendo hoy. ¡Cuánto cambiarían las cosas si todos respetáramos estas leyes!
Ahora que estamos en plena crisis, ante la corrupción de jueces y políticos y
los abusos que cometen los bancos, los mandatos de practicar la justicia, no
prestar con usura y no aceptar sobornos nos interpelan.
Decía C. S. Lewis que es
curioso ─y triste─ que el
sistema económico de nuestra sociedad occidental se fundamente en una práctica
que las tres grandes religiones monoteístas condenaron: el préstamo con
intereses. Esta observación da qué pensar y nos lleva a un imperativo ético:
trabajar, con todas nuestras fuerzas, para contrarrestar la avaricia, la
injusticia y la iniquidad de quienes parecen controlar el mundo. Y procurar no
dejarse llevar por estas tendencias, en nuestro ámbito personal e incluso más
privado. Porque tal vez no estamos robando ni prestando con usura, pero...
¿Cuánta injusticia cometemos cuando juzgamos y difamamos a alguien que no nos
cae bien o nos fastidia? ¿Cuánto daño infligimos con nuestra arma más letal,
nuestra lengua calumniadora y criticona? ¿Cuánto robamos a aquel a quien no le
concedemos un tiempo para escucharle, ayudarle, animarle? ¿Cuánto tiempo le
robamos a Dios, cuando no sabemos encontrar ni unos minutos para él? ¿Cuánto
tiempo le robamos a nuestros seres queridos, cuando preferimos distraernos con
el trabajo, o con cualquier cosa, antes que pasar unas horas con ellos?
Pensemos muy despacio,
cada día, cómo estamos cumpliendo y cómo fallamos a estos preceptos tan
sencillos pero tan hondos. Y qué podemos cambiar para mejorarnos a nosotros
mismos y ayudar los demás.
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