Salmo 137
Cuando te invoqué, Señor, me
escuchaste
Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de
los ángeles tañeré para ti, me postraré hacia tu santuario.
Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu
lealtad, porque tu promesa supera a tu fama; cuando te invoqué, me escuchaste,
acreciste el valor en mi alma.
El Señor es sublime, se fija en el humilde, y
de lejos conoce al soberbio. Cuando camino entre peligros, me conservas la
vida; extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo.
Tu derecha me salva. El Señor completará sus
favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus
manos.
En un mundo
autosuficiente, donde Dios parece que sobra, donde el hombre tiene poder y cree
dominar la naturaleza, este salmo resuena con voz extraña y bella, como el
gorjeo del agua de un manantial podría sonar en medio del rugido de una gran
urbe.
Frente al hombre libre y
poderoso, la voz del salmo es la de quien se ha sentido pequeño y limitado. No
somos dioses. Sentimos miedo y palpamos nuestra debilidad cuando los problemas
nos acucian y tensamos nuestros límites.
Pero tampoco es la voz
trágica del hombre que se siente juguete a merced del destino, del azar, o de
un dios caprichoso. Porque los salmos son el canto del hombre que no sólo cree,
sino que confía en Dios.
Un Dios eterno, no sólo
omnipotente, sino bueno, capaz de enternecerse, de amar, de sufrir por su
criatura, es la respuesta al vacío existencial que tan a menudo nos ataca
cuando rozamos nuestros límites y todo parece perder sentido.
Confiar en Dios
acrecienta el valor. El alma abatida revive, apoyada en la certeza de saberse
amada. Y el amor auténtico, el amor infinito, propio de Dios, es leal y firme.
“Supera tu fama”, dice el salmista. El amor de Dios llega más lejos de lo que
podamos imaginar.
Dios, continúa el salmo,
se fija en el humilde y conoce al soberbio. ¡Cómo no va a conocernos, pues él
nos hizo! Conoce también los entresijos y tentaciones de nuestra alma, tan dada
a la soberbia cuando las cosas nos salen bien, tan propensa a la tristeza
cuando se nos tuercen. También podríamos decir, desde la otra perspectiva: el
soberbio no conoce a Dios. Quiere barrerlo de su vida porque aparentemente no
lo necesita. O quizás, en su soberbia, se fabrica la imagen de un dios irreal,
a su propia imagen de humano enaltecido en su vanidad, ebrio de su inteligencia
y poder. Siempre ha habido en la humanidad esa tentación de divinizarse, de hacerse
dios.
En cambio, el humilde sí
conoce a Dios, porque su mente y su corazón están abiertos. En la necesidad
experimentamos la lucidez del realismo y abrimos las manos para recibir ayuda.
Y Dios da mucho más que ayuda, consuelo y apoyo. En realidad, se nos da a sí
mismo. Todo su amor en nuestras manos. Y todo nuestro ser puede reposar en su
pecho amoroso. De ese abrazo místico afloran las palabras de agradecimiento y
de alabanza. ¡Somos amados!
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