Salmo 50
Me pondré en camino a donde está mi
Padre.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu
inmensa compasión, borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por
dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu
santo espíritu.
Señor, me abrirás los labios, y mi boca
proclamará tu alabanza. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón
quebrantado y humillado, tú no lo desprecias.
Hablar de pecado está
mal visto. Las filosofías ateas lo presentan como un invento moral para
reprimir nuestros impulsos más genuinos y controlar nuestras mentes. Sin
embargo, el sentimiento de culpa, de haber obrado mal, existe. Y permanece por
mucho que se niegue el valor de la moral cristiana.
Toda persona tiene lo que llamamos conciencia. Es una facultad universal que nos permite distinguir entre el bien y el mal. Pecado es elegir deliberadamente el mal. ¿Sus consecuencias? Una ruptura del hombre en sus relaciones
fundamentales: consigo mismo, con los demás, con el mundo, con Dios. El pecado
hiere la humanidad y mutila el alma. Por mucho que la sociedad o las filosofías
modernas quieran eliminar el concepto de pecado, pueden taparlo o barrerlo del
mapa, pero la realidad persistirá. Un mal cometido deja huella y tiene
consecuencias. Nadie nos puede aliviar si la conciencia de culpa nos sigue
mordiendo por dentro.
David compuso este salmo
en un momento de dolor, cuando fue consciente del mal que había causado
poseyendo a la mujer de Urías y enviando a éste a morir, al frente de sus
tropas. Pasada la ofuscación del deseo, David comprendió el alcance de su
pecado y lloró amargamente. Los versos del salmo son palabras de un hombre
contrito, abrumado por el peso de la culpa. Y en ellos vemos un sincero anhelo
de luz, de limpieza interior, de perdón.
El Papa Francisco compara
el sacramento del perdón, no tanto con una lavandería que nos limpia la mancha
del pecado, sino con un botiquín de campaña. El pecado es una herida que nos
desangra y nos debilita. El pecado enferma nuestro espíritu y nuestro cuerpo, y
contagia de dolor y pesar a cuantos nos rodean. El pecado, como un tumor, crece,
nos quita las fuerzas y va deteriorando todo a nuestro alrededor. ¿Dónde está
la medicina, el ungüento, el desinfectante y las vendas? En la misericordia de
Dios.
Con su amor nos regenera,
nos limpia y nos purifica. Con su dulzura alivia el dolor y alimenta el tejido
de nuestra alma para que pueda volver a crecer, sano, y cicatrice. Muchos psicólogos
o terapeutas quizás te digan: perdónate a ti mismo, ámate a ti mismo. Pero hay
heridas que uno solo no puede sanar. Necesitamos que el otro, ese gran Otro amoroso que es Dios, nos sane por
dentro. Necesitamos de su gracia. No somos impotentes, pero tampoco somos
omnipotentes. Abrirnos a su amor nos restaura.
El corazón quebrantado es
la herida abierta por la que puede entrar la misericordia de Dios. Por nuestras
grietas entra la luz salvadora. Dice un refrán chino: cuando la casa está en ruinas, por el tejado puede verse la luna. Así
mismo, cuando nuestro corazón está destrozado es cuando podemos atisbar los
primeros rayos de esperanza.
Saberse amado y perdonado por Dios no sólo nos sana por dentro, sino que
nos llena de alborozo. Tanto, que nos impulsa a elevar un cántico de alabanza.
De la pena por la culpa, los versos del salmo nos llevan a la alegría del
perdón y la reconciliación con el Amor que nos sostiene siempre.
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