23 de septiembre de 2016

Alaba, alma mía, al Señor

Salmo 145

Alaba, alma mía, al Señor.

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


Este cántico agradecido nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.

Para muchos descreídos, no es más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la enfermedad, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros.

El ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Creer en Dios no adormece, ¡despierta! Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, “salva”.

¿De qué salva? En el fondo, todas las esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. El hambre y la injusticia son consecuencias del egoísmo humano a gran escala. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad de la egolatría, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.

Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Podemos poner barreras y alambradas, pero también sabemos tender la mano a quienes piden auxilio.

Somos capaces de grandes hazañas y de hallazgos que pueden mejorar nuestras vidas. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué semilla vamos a regar para que crezca más fuerte en nuestro corazón?

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El Señor reina