Salmo 144
Bendeciré tu nombre por siempre,
Dios mío, mi rey.
Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu
nombre por siempre jamás.
Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por
siempre jamás.
El Señor es clemente y misericordioso, lento a la
cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus
criaturas.
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que
te bendigan tus fieles, que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de
tus hazañas.
El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en
todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que
ya se doblan.
Es asombroso comprobar
cómo la sensibilidad de los salmistas nos dibuja la imagen de Dios que nos revela
Jesús. En los evangelios encontramos eco de muchos salmos, que Jesús conocía y
solía recitar; y en los salmos hallamos verdaderas joyas de sabiduría que nos
muestran cómo es Dios.
La piedad, tantas veces mal
entendida, es una cualidad de ese amor entrañable de Dios. Es la virtud del
estar atento, velando, cuidando, apoyando y dando ánimo. Es la actitud de
sostener al que va a caer, de enderezar al que se dobla. Dios no espera que nos
equivoquemos y pequemos para castigarnos. Al contrario, nos sostiene y nos
ayuda a caminar erguidos. La piedad jamás se ensaña contra el débil. Si la
justicia de Dios tiene un nombre, ése es el de la bondad.
Estamos lejos de esa
imagen tremenda, poderosa, lejana y aterradora, la imagen del Dios tirano del
que hay que deshacerse para ser libre, según las filosofías de la sospecha. En
cambio, este salmo nos muestra un Dios cariñoso, próximo, como un padre bueno. «Lento
a la cólera y rico en piedad», ¡cómo deberíamos imitar los hombres esta
cualidad de Dios! A veces queremos ser tan justicieros, nos sentimos tan
indignados ante la realidad del mal, que olvidamos que Dios, antes que juez, es
nuestro defensor. Defensor de todos, incluso de los más pecadores.
Como el Papa Benedicto
recordaba a menudo, acercarse a Dios, fiarse de él, confiar nuestra vida en sus
manos, no nos recorta, ni nos anula, ni coarta nuestra libertad. Al contrario,
arrimarse a Dios nos hace crecer y alcanzar toda nuestra plenitud humana y
espiritual. Caminar a su vera nos llevará mucho más lejos de lo que nuestras
fuerzas podrían soportar. Y nos maravillaremos, día tras día, de su bondad
espléndida y su exquisito cuidado hacia nosotros, sus criaturas. Sus hijos.
De la consciencia de
sentirse tan amado, brotarán versos en los labios, como los de este salmo.
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