Salmo 66
El Señor tenga piedad y nos bendiga.
El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su
rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu
salvación.
Que canten de alegría las naciones, porque riges
el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones
de la tierra.
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los
pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del
orbe.
En un mundo hipercomunicado,
como este en que vivimos, parece que una de las formas preferidas de diálogo es
la crítica, el comadreo y sacar a relucir las miserias y “trapos sucios” de los
demás. En las calles, en las comunidades vecinales y parroquiales, entre
amigos, en los platós de televisión… en todas partes reinan los murmullos y las
acusaciones. El mal-decir se ha convertido en un hábito fuertemente arraigado.
Y el salmo de hoy,
justamente, nos habla de todo lo contrario. El salmo nos habla del bien-decir:
de la alabanza, la bendición. Y muy especialmente de la bendición de Dios.
María, la mujer que
protagoniza nuestra liturgia de hoy, es una maestra para nosotros. El evangelio
dice que guardaba las cosas en su corazón, y las meditaba. Era poco habladora y
cultivaba, en el silencio interior, todo aquello que iba aconteciendo. Guardaba
las palabras, tan preciosas, del ángel anunciador, las alabanzas de los
pastores, los balbuceos de aquel niño Dios que era su hijo y, a la vez, hijo de
Dios… Ante el milagro, María comprendió muy bien que las palabras sobran y el
silencio es la mejor cuna para acogerlo.
Entre las pocas palabras
de María que recogen los evangelios, resplandecen con fuerza las del
Magníficat. Su párrafo más largo fue un himno de alabanza a Dios. ¡Qué enseñanza
más grande para nosotros!
La bendición brota de un
proceso interior de despertar y agradecimiento. Pero a menudo nuestra alma está
embotada y nuestra mente aturdida bajo montañas de basura informativa y
sentimientos mezquinos. Quizás nos cueste “sentir” esa gratitud, ese gozo que
empujó al poeta a escribir salmos tan bellos. Pero las mismas palabras, en
nuestros labios, podrán operar un cambio en nuestro corazón. Una bendición
puede limpiarnos el espíritu.
Y, ¡qué poco se bendice
hoy a Dios! Son tantas las personas que lo niegan, o lo desafían, lanzando
hacia él las culpas de las responsabilidades humanas… Cuántas veces nos
comportamos como niños inmaduros y no queremos asumir el peso de nuestras
decisiones. Nos aferramos a nuestros éxitos y sacudimos los fracasos encima de
los otros, o encima de Dios. El salmista nos recuerda que Dios es justo y
bueno, y que seguir su ley comporta salvación: es decir, paz y concordia para
los pueblos.
Hoy, que es también la
jornada mundial de la paz, recitemos despacio los versos de este salmo, que nos
habla de la alegría y la belleza de Dios. Su amor se derrama sobre el mundo y
palpita en nuestra misma existencia. Ojalá toda la humanidad dejara entrar a
Dios en su interior. Porque entonces, como dice el salmo, él regiría todas las
naciones con justicia. Allí donde realmente está Dios, no hay guerras, ni odio,
ni hambre. En otras palabras, donde se deja entrar a Dios, reina su única e
imperecedera ley: la del amor.
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