Salmo 145
Alaba, alma mía, al Señor.
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace
justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los
cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza
a los que ya se doblan, el Señor ama a
los justos, el Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el
camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en
edad.
Este cántico agradecido
nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los
humanos. Y aborda un problema casi tan antiguo como la humanidad, desde que las sociedades se volvieron complejas: la pobreza.
Para muchos descreídos, estos versos no son más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un
pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la
desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El marxismo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los
hace resignarse en su desgracia, con la ilusión vana de un Dios que vendrá a
rescatarlos y a solucionar sus problemas.
Nada más lejos de la
auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a
menudo es necesario recurrir a la poesía. Y los salmos, en buena parte, son
fruto de experiencias de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia
de que Dios, verdaderamente, “salva”.
¿De qué salva? En el
fondo, todas estas esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del
mal. El hambre y la injusticia son consecuencias del egoísmo humano, a gran
escala. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad de la
egolatría, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son
torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta:
el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve
a salvarnos del mal.
Dios es el que realmente nos salva de nuestras miserias interiores. Sacia nuestra hambre de infinito, de justicia, de verdad. Y, saciándonos, nos hace valientes para correr a saciar esas otras hambres que afligen a otros. Dios nos llena y nos abre, haciéndonos generosos y sensibles al sufrimiento. Nos da un corazón de carne, como el suyo. Y puede actuar en el mundo: nosotros somos sus manos.
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