Tú eres, Señor, el lote de mi heredad
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. Digo al Señor: “Tú eres mi bien”. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano.
Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.
A menudo las gentes critican a la Iglesia y también a los cristianos. Atacan a la institución de mil maneras, por su rigor y su poder, y a nosotros, los creyentes, nos acusan de ser incoherentes con lo que creemos y predicamos, o bien se nos atribuyen toda clase de ideas y actitudes disparatadas, a veces ciertas pero a veces bien lejos de la realidad.
Pero este salmo nos recuerda una cosa innegable. Por un lado nosotros, como humanos, y la Iglesia, que somos todos, somos falibles, imperfectos y pecadores. Cometemos muchos errores, incluso causamos daño, queriendo o no. Somos vasijas de barro, a veces muy sucias y deterioradas… Qué fácil es que nos desprecien y qué fácilmente podemos caer en el desánimo ante las críticas.
Pero esas ánforas de barro, sucias y rotas, contienen un tesoro inmenso, no comprado ni conseguido, sino regalado. Es esa joya maravillosa lo que hemos de ver y mostrar. Dios se ha fiado de nosotros y se nos ha dado: él es, verdaderamente, “el lote de nuestra heredad”. Él llena nuestra copa, él nos cubre, nos protege y aún más: nos habita. Con Cristo, los versos del salmo todavía adquieren mayor significado. En la comunión, lo recibimos dentro de nosotros, y “desde dentro nos instruye”, iluminando nuestra conciencia y nuestra voluntad.
Por eso, aunque seamos pecadores, aunque nos sintamos pequeños, cargados de defectos y de fallos, podemos exultar de alegría y tener paz interior: “se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena”. ¡Qué expresivos son estos versos! Sí, la paz interior no la conseguiremos por nuestros medios, sino cuando nos dejemos inundar por la presencia de Dios. Y con la paz, llegará el gozo. Dios, lejos de ser el gran juez represor de la humanidad, es su liberador, su alegría y aquel que puede saciar nuestra hambre de plenitud.
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