Salmo 109
Tú eres sacerdote
eterno, según el rito de Melquisedec.
Oráculo del Señor a mi Señor: «Siéntate a mi
derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies.»
Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu
cetro: somete en la batalla a tus enemigos.
«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré, como rocío, antes de la
aurora.»
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú
eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.»
Este
salmo, que parece dirigido a un rey o a un sacerdote, hay que leerlo a la luz
de una convicción que fue creciendo en la comunidad del antiguo Israel, hasta
permear toda su existencia: la firme consciencia de ser una comunidad santa,
donde cada uno de sus miembros es sacerdote, hombre llamado y elegido por Dios (Éxodo 19, 6 y Deuteronomio 4, 20).
No es un sacerdocio
establecido por los hombres, sino otorgado por Dios. Cada uno de nosotros está
llamado por Dios. Cada uno es predilecto, escogido y amado por él. Los
bautizados, por el hecho de serlo, estamos consagrados a él. Este es el sentido
del sacerdocio que compartimos todos los cristianos. Participamos de la divinidad porque Dios nos quiere hacer hijos
suyos.
Con
esta convicción se supera el dualismo o separación entre vida cotidiana y
liturgia. Para el buen israelita, toda la vida es una liturgia. Para el
cristiano, toda la vida es una ofrenda a Dios. No debería haber divorcio alguno
entre nuestra creencia religiosa y los restantes aspectos de nuestra cotidianidad.
Estamos llamados a vivir la unidad de vida y a convertir cada uno de nuestros
días en una eucaristía, una acción de gracias, una celebración agradecida por
el don de existir y ser amados.
«Eres
príncipe desde el día de tu nacimiento… yo mismo te engendré, como rocío, antes
de la aurora». Ante Dios, todos somos príncipes engendrados desde antes que
existiera el tiempo. Estos versos recogen esta certeza: la de sentirse amado
profundamente, por un Amor tan grande que es el que nos ha dado la existencia y
nos sostiene en ella. El soplo de Dios anima nuestra carne y nos da el oxígeno
y la vida a cada momento. Y como Dios es eterno, su amor también lo es. Por eso
la consagración a él es igualmente eterna.
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