17 de junio de 2022

Tú eres sacerdote eterno...




Salmo 109


Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec
Oráculo del Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies.» 
Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro: somete en la batalla a tus enemigos.
«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora.» 
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.»

Este salmo, que parece dirigido a un rey o a un sacerdote, hay que leerlo a la luz de una convicción que fue creciendo en la comunidad del antiguo Israel, hasta permear toda su existencia: la firme consciencia de ser una comunidad santa, donde cada uno de sus miembros es sacerdote, hombre llamado y elegido por Dios (Éxodo 19, 6 y Deuteronomio 4, 20).

No es un sacerdocio establecido por los hombres, sino otorgado por Dios. Cada uno de nosotros está llamado por Dios. Cada uno es predilecto, escogido y amado por él. Los bautizados, por el hecho de serlo, estamos consagrados a él. Este es el sentido del sacerdocio que compartimos todos los cristianos. Participamos de la  divinidad porque Dios nos quiere hacer hijos suyos.

Con esta convicción se supera el dualismo o separación entre vida cotidiana y liturgia. Para el buen israelita, toda la vida es una liturgia. Para el cristiano, toda la vida es una ofrenda a Dios. No debería haber divorcio alguno entre nuestra creencia religiosa y los restantes aspectos de nuestra cotidianidad. Estamos llamados a vivir la unidad de vida y a convertir cada uno de nuestros días en una eucaristía, una acción de gracias, una celebración agradecida por el don de existir y ser amados.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento… yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora». Ante Dios, todos somos príncipes engendrados desde antes que existiera el tiempo. Estos versos recogen esta certeza: la de sentirse amado profundamente, por un Amor tan grande que es el que nos ha dado la existencia y nos sostiene en ella. El soplo de Dios anima nuestra carne y nos da el oxígeno y la vida a cada momento. Y como Dios es eterno, su amor también lo es. Por eso la consagración a él es igualmente eterna.

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