Salmo 129
En el Señor está la
misericordia, la redención abundante.
Desde lo profundo te
invoco, ¡oh, Yahvé!
Oye, Señor, mi voz, estén atentos tus oídos a la voz de mi
súplica.
Si guardas los
delitos, Señor, ¿quién podrá subsistir? Pero tú eres compasivo y así infundes
respeto.
Yo espero en Yahvé, mi
alma espera en su palabra. Ansía mi alma al Señor, más que el centinela la
aurora.
Aguarda Israel a Yahvé, porque con Él está la
piedad y en Él la redención abundante. Él redimirá a Israel de todas sus iniquidades.
Oye, Señor, mi voz, estén atentos tus oídos a la voz de mi
súplica.
El pueblo de Israel poseía
un penetrante sentido ético. A diferencia de otros pueblos, cuya moral dependía
de las leyes dictadas por los mandatarios o de los sentimientos personales, más
subjetivos, el pueblo judío tenía un referente claro: la misericordia y la
justicia de Dios. En su escala de valores había unos pilares sagrados: la adoración
a un solo Dios, el respeto absoluto por la vida y la honestidad hacia los
semejantes, proyectada en el amor familiar, en la piedad hacia los más débiles,
en la honradez y la veracidad. Toda acción era juzgada buena o mala no sólo por
el hecho en sí, sino por las intenciones, por la limpieza de corazón de la
persona.
¡Y es tan difícil
mantener el corazón siempre limpio! De ahí que el sentido de pecado, de haber
obrado mal, también fuera muy frecuente en quien sabía mirar con lucidez su
propia vida.
Muchos psicoanalistas y
filósofos sostienen que el sentido de culpa derivado de esta moral es dañino y
causa neurosis y toda clase de perturbaciones mentales y emocionales. Pero el
pueblo de Israel, a la vez que la exigencia moral, tenía muy clara otra cosa:
la inmensa piedad y misericordia de Dios. Este salmo, con frases muy
expresivas, clama a Dios. Es un grito del hombre sediento que busca su
presencia, porque sabe que él mismo no será capaz de enderezar su vida, y que necesita
un amor y un perdón incondicional muy grandes, que nadie le puede dar, más que
Dios.
“Como el centinela
aguarda la aurora…” Podemos imaginar el cansancio y el deseo del guardián que
espera a que los primeros rayos de sol asomen por el horizonte. Entonces llegará
la luz, se desvanecerán las tinieblas, los miedos, la tensión de la alerta
continua… Y llegará el momento del dulce descanso. Con esta bella imagen
describe el salmista el hambre de Dios que tiene el ser humano abrumado por sus
faltas, angustiado por su incapacidad por mejorar su vida, por perdonar y
perdonarse a sí mismo, por levantarse y empezar de nuevo.
Muchos pensadores
modernos difunden la idea de que la “salvación” está dentro de cada cual, y de
que no necesitamos ningún Dios ni ninguna religión que nos otorgue la paz
interior. Todo cuanto anhelamos está dentro de nosotros mismos, no hace falta
buscar más allá. ¡Qué poco conocen, o qué poco quieren reconocer nuestra
miseria y limitación humana! Pues siendo capaces de importantes logros y hazañas, también somos fácilmente arrastrados por los impulsos más egoístas y mezquinos. Las
personas necesitamos un amor mucho más grande que nosotros mismos para sostenernos
y encontrar alivio. Y ese amor, lleno de comprensión, infinito en su
generosidad, está solo en Dios. Quienes han experimentado su cercanía y su
bondad pueden comprender perfectamente y hacer suyas las palabras de este
salmo.
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