Caminaré
en presencia del Señor en el país de la vida.
Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante,
porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco.
Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los
lazos del abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor:
«Señor, salva mi vida.»
El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es
compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó.
Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las
lágrimas, mis pies de la caída. Caminaré en presencia del Señor en el país de
la vida.
Para los antiguos
israelitas, había una cualidad que distinguía especialmente la divinidad: la
vida. El Dios en el que creían es el Señor de la vida, el viviente eterno, el
que era, es y será. En el relato del Génesis, Dios insufla su aliento en el
barro y la criatura moldeada cobra vida. La materia se diviniza con su soplo:
la vida es de Dios, y todo ser viviente posee esa cualidad divina.
Por eso la vida, la vida
eterna, la vida plena, es un tema recurrente en toda la Biblia, tanto en el
Antiguo como en el Nuevo Testamento.
La vida va asociada a la
cercanía de Dios. Quien camina en presencia del Señor vive plenamente. Quien
está con él, se salva del abismo de la muerte, de la tristeza, de la desesperación.
Los versos de este salmo
pueden resultarnos de gran actualidad. Muchas son las personas que alguna vez
se preguntan por el sentido de su vida y llegan a esos grandes interrogantes que
marcan el destino del ser humano: ¿quién soy?, ¿por qué estoy vivo?, ¿qué
sentido tiene mi existencia?, ¿qué será de mí cuando muera?
Esos “lazos del abismo”
definen muy bien la angustia existencial del hombre que ha llegado a darse
cuenta de su pequeñez, de su contingencia y su fragilidad en medio del cosmos. Cuando
somos conscientes de esto y nos sabemos polvo, partículas insignificantes que
no marcan diferencia alguna en el ritmo del universo, llegamos al borde de un
precipicio donde se abre un espacio infinito… Un espacio que nos atemoriza,
porque tocamos nuestros límites y palpamos lo desconocido.
¿Qué hay en ese abismo? Hay
quien encuentra la nada, un vacío pavoroso del que brota la angustia
existencial. Hay quien, en cambio, encuentra el Todo, una presencia amorosa que
todo lo sostiene y que alienta toda vida.
“Señor, salva mi vida” es
la súplica del hombre que no se resigna al sinsentido. Señor, salva mi vida es
una petición no solo de auxilio, sino de presencia. Señor, ven. Hazme sentir tu
presencia, tu amor, tu fuerza. Señor, sostenme. Señor, arráncame del absurdo,
del vacío, del miedo. Señor, hazme vivir con esperanza.
Decía un teólogo que,
ante el misterio, no hay razones que valgan, ni ciencia ni ni violencia que
pueda penetrarlo. La actitud más sabia es acurrucarse a su vera, con sencillez,
abrazarlo y dejarse abrazar por él.
La oración nos ayuda a acercarnos
a este misterio de Dios, el gran viviente, el que sostiene nuestra vida y le da
un sentido. Por eso, el diálogo con el Señor es un primer paso para saborear
esa vida plena que nos depara. Todos hemos sido amados por él, y por eso
existimos. Pero si caminamos en su presencia, nuestra historia será más que
mera existencia, será vida, y “vida en plenitud”.
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