Salmo 92
El Señor reina, vestido de majestad.
El Señor reina, vestido de majestad, el Señor,
vestido y ceñido de poder.
Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está
firme desde siempre, y tú eres eterno.
Más potente que la voz de muchas aguas, más
potente que el mar en su oleaje, más potente es el Señor en las alturas.
Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es
el adorno de tu casa, Señor, por días sin término.
Este salmo es muy acorde
a la festividad que celebramos este domingo, Cristo Rey del Universo.
En él, se nos presenta a
Dios como señor poderoso, rey de toda la creación, revestido de poder. El
lenguaje y el tono son épicos, así como esas imágenes potentes —las aguas que
rugen, las alturas del cielo―. La fuerza de
Dios es sobrecogedora.
¿Qué mensaje leemos aquí?
Que Dios late detrás de todo el universo. Que todo cuanto existe es obra suya.
Si la obra es maravillosa y admirable ¡cuánto más lo será el artista que la
creó! Estos versos traducen una experiencia religiosa de asombro y veneración,
muy alejada del animismo o del panteísmo, que ven divinidad en todas las cosas.
La fe hebrea y la fe cristiana ven la huella de Dios en todo lo creado, pero no
confunden obra con creador. La divinidad, lo sagrado, está en Él, más que en el
mundo físico y visible. Dios es inmutable y eterno, y su poder es esta
capacidad para crear y sostener la existencia de las cosas y los seres.
Esta actitud de
admiración y reconocimiento de Dios se da en la contemplación. Y de ella surge
una forma de actuar y de estar en el mundo: una ética, una moral. Por eso los
últimos versos del salmo ya no nos hablan de las bellezas del mundo, sino de
los «mandatos» del Señor. Unos mandatos que son «fieles y seguros», que son
santos. ¿Qué significan estas palabras?
La acepción hebrea de
mandato no es tanto una orden como una necesidad, una urgencia. Existe una ley
de Dios, que nunca falla y que otorga a quienes la siguen santidad: es decir, alegría imperecedera, paz interior, libertad y
nitidez de corazón. Esa ley no sigue las inercias de nuestro mundo, movido por
el afán de poder y el egoísmo. Es la ley que Jesús mostró muy claramente con su
vida: el poder de Jesús es el servicio, la donación, la entrega a los demás. El
gran poder de Dios es su capacidad de amar sin límites. La ley, dice San Pablo,
es el amor. En él yace la realeza del Señor.
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