Salmo 137
Delante de los ángeles tañeré para
ti, Señor.
Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de
los ángeles tañeré para ti, me postraré hacia tu santuario.
Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu
lealtad, porque tu promesa supera a tu fama; cuando te invoqué, me escuchaste,
acreciste el valor en mi alma.
Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra,
al escuchar el oráculo de tu boca; canten los caminos del Señor, porque la
gloria del Señor es grande.
Tu derecha me salva. El Señor completará sus
favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus
manos.
La lectura de este salmo
se incluye entre otras que nos hablan de la vocación: la del profeta Isaías y
la de Simón Pedro. En ambas lecturas se nos relata la experiencia rotunda y
transformadora del hombre que, de pronto, se ve ante Dios. Ante la grandeza del
Creador, se siente pequeño, pobre, pecador e imperfecto. En ese primer choque
de autoconocimiento, el ser humano cae de rodillas.
Pero, junto con la
consciencia de su pequeñez, viene la admiración ante la grandeza de Dios. El
reconocimiento de Dios trae una actitud de adoración y de gratitud. Gracias,
gracias, gracias, repiten los versos del salmo. El hombre que se encuentra con
Dios y se abre a su presencia desborda agradecimiento y no puede menos que
gritar su gozo a los cuatro vientos.
Esta es la actitud del
espíritu puro y libre de prejuicios. Como el niño, el hombre de alma limpia
sabe ver, reconocer, admirarse y comunicar la maravilla que ha descubierto. Sentirse pequeño en las
manos inmensas de Dios, palpitantes de amor, es quizás una de las más bellas
experiencias místicas del ser humano.
Invoquemos a Dios en
medio de nuestras dificultades y en aquellos momentos más bajos de ánimo. Como
dice el salmo, Él supera toda promesa, toda expectativa. Dios es infinitamente
mayor que nuestros problemas. Nos fortalece y nos concede el valor, la audacia,
la fuerza. Nosotros somos débiles, pero Él es grande. En él, todo lo podemos.
Vivimos en una cultura que
ensalza lo mediocre, lo negativo, lo absurdo e incluso lo malo. Las
murmuraciones y las críticas nos envenenan. Y no hemos sido creados para esto;
de ahí que a menudo andemos confundidos, desanimados, vacilantes. Dirijamos la
mirada a Dios. Elevemos la vista por encima de nuestras miserias y acojámonos a
su amor. Dios siempre, siempre escucha. Llenémonos de él, y podremos dar a
nuestro mundo sediento algo de luz, de claridad, de agua viva. Que la gente
nunca pueda decir de los cristianos que somos criticones, tristes o amargados,
sino que se admire, porque desbordamos alegría y bendiciones
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