Salmo 23
Va a entrar el Señor, él es el Rey
de la gloria.
Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe
y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los
ríos.
¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién
puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón,
que no confía en los ídolos.
Ése recibirá la bendición del Señor, le hará
justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a
tu presencia, Dios de Jacob.
El universo en su
esplendor nos habla a gritos de un Dios Creador. Lo que para muchos es fruto
del azar, o de la necesidad, o simplemente una única realidad que se autocrea y
se despliega en múltiples formas, para el creyente es obra de un Dios cuya
grandeza trasciende la realidad física visible.
Desde siempre el ser
humano ha tendido a la trascendencia. Lo prueban las innumerables
manifestaciones religiosas de todas las culturas del mundo. El ateísmo es un
fenómeno muy reciente en la historia de la humanidad, pero ni siquiera los
regímenes que han querido barrer a Dios del mundo han podido eliminar la sed de
trascendencia de las personas. El espíritu humano tiene una dimensión infinita
que solo puede saciarse en Alguien mucho mayor que él.
Ahora bien, en el camino
de búsqueda puede haber muchas ilusiones, engaños e incluso trampas. A veces es
la misma persona, su afán o sus intereses, quien se pone obstáculos para llegar
a esa plenitud que, en el fondo, anhela. ¿Quién subirá al monte santo?, se
pregunta el salmista. El monte santo
representa el lugar sagrado, el momento de encuentro entre Dios y su criatura. ¿Quién
logrará esa unión íntima con Dios? Y el mismo salmista responde: “el hombre de
manos inocentes y de puro corazón”. El hombre que, como Jesús señaló a
Nicodemo, vuelve a nacer y se vuelve puro como un niño.
Estamos a las puertas de
Navidad, la fiesta que nos habla de un Dios inmenso que se hace bebé. ¿Cómo
entender este misterio, si no es limpiando el alma y recuperando esa sencillez,
esa transparencia, propia de los niños? Pero tampoco se trata de volvernos
infantiles y crédulos, faltos de criterio propio o tontamente ingenuos. La infancia espiritual de la que tan bien
hablan algunos santos es otra cosa. Es esa pureza de corazón que sólo da el
amar mucho, el entregarse sin límites, el confiar a toda costa, el abrir de par
en par las puertas del alma. Si Dios, que es grande, se hace niño… ¿tanto nos
costará a los humanos apearnos un poco del orgullo y ser humildes?
Desde la humildad veremos
la grandeza de lo pequeño y lo sencillo, lo puro y lo transparente. Apenas
demos los primeros pasos experimentaremos bendiciones. Porque Dios siempre está
aguardando para salir a nuestro camino y colmarnos de bienes.
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