Salmo 18
Señor, tú tienes palabras de vida
eterna.
La ley del Señor es perfecta y es descanso del
alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.
Los mandatos del Señor son rectos y alegran el
corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.
La voluntad del Señor es pura y eternamente
estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.
Más preciosos que el oro, más que el oro fino; más
dulces que la miel de un panal que destila.
Cuando oímos hablar de
leyes y normas, en seguida nos viene a la mente la idea de restricción, de
coacción, incluso de pérdida de libertad. En cambio, en este salmo leemos que
la ley del Señor produce en sus fieles un efecto totalmente contrario a la
represión.
Es una ley que
proporciona alivio y paz: “descanso del alma”. Es educativa: “instruye al
ignorante”. Causa alegría al corazón, otorga clarividencia y sabiduría. No es
como tantas leyes humanas, que sirven para controlar a las gentes, a veces
necesariamente pero otras veces de forma injusta, por muy legales que sean.
La ley de Dios tiene
otras cualidades. Las leyes humanas cambian y lo que ayer era legal hoy incluso
puede ser un crimen, y viceversa. Pero la ley divina es perfecta e inmutable.
Así lo reza el salmo: es eternamente estable. ¿Por qué? Porque es pura,
perfecta y verdadera. Porque no procede de la voluntad humana ni de intereses
egoístas, sino del amor de Dios.
La ley de Dios, en
realidad, es la ley del amor, como Jesús enseñó. Y el amor, efectivamente,
tiene sus mandatos y opera un efecto en quienes se rigen por él. No hay que
entender la palabra “mandato” como una obligación impuesta; Dios quiere nuestra
fidelidad y no es posible ser fiel sin ser libre. El mandato significa una
necesidad prioritaria, un imperativo básico, de la misma manera que para
sobrevivir es imperativo respirar, comer y descansar lo suficiente.
¿Qué consecuencias tiene
seguir esta ley? El autor de estos versos lo sabía muy bien. Seguir la ley del
Señor otorga serenidad, alegría y sabiduría. Es una ley que nos libera de las
peores opresiones: nuestro orgullo, nuestros prejuicios, nuestro egocentrismo,
nuestros miedos. Es una ley que nos hace humildes e intrépidos a la vez, porque
el amor no conoce temor ni se endiosa. Esta ley nos ayuda a vivir con plenitud.
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