Salmo 127
Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te
irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu
mesa.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén todos los
días de tu vida.
Que veas a los hijos de tus hijos. ¡Paz a Israel!
Este es un salmo de
alabanza. Hay en él una loanza doble: a Dios, que reparte sus bendiciones y que
vela por nosotros «todos los días de nuestra vida», y al justo que sigue los
caminos del Señor. Con imágenes expresivas el salmista nos muestra qué dones
recibe el que «teme al Señor»: son aquellos que todo hombre de aquella época
podría considerar los mayores bienes: una esposa fecunda, un hogar próspero,
hijos sanos y hermosos, salud y una descendencia numerosa. Hoy, tantos siglos
después, este sigue siendo el sueño de muchísimas personas: formar una familia,
gozar de bienestar económico y vivir una vida larga y pacífica junto a los
seres queridos.
Pero, ¿quién puede
conseguir esta felicidad? ¿Quién es el que teme al Señor y sigue sus caminos?
En lenguaje de hoy no podemos comprender que haya que tener miedo de un Dios
que es amor. Dice santa Teresa que no hay motivo alguno para tener miedo de
Dios, pues su amor es tanto que antes nos cansaremos nosotros de pedirle que él
de dar. En todo caso, ¡hay que tener miedo a perderlo! El miedo no es a él,
sino a su ausencia.
¡Ay de nosotros si
apartamos a Dios de nuestra vida! Quien borra al Creador de su horizonte inevitablemente
coloca a otro ídolo en su lugar: casi siempre es uno mismo. Y ese diosecito
tirano nos hace perder el norte. Caemos en el vaivén de nuestros deseos y
emociones sin límites para irnos hundiendo poco a poco en la oscuridad y el
desconcierto. Sin Dios como norte navegamos a la deriva. Perdemos la paz, la
armonía familiar y hasta podemos llegar a perder los bienes materiales
necesarios para vivir.
Los antiguos indagaron
sobre qué debía hacer el hombre que buscaba una vida sana, dichosa y en paz.
Los filósofos clásicos llegaron a la conclusión de que se podía alcanzar
mediante la honradez, una vida sobria y la práctica de las virtudes. También
los israelitas creían que mediante el culto a Dios y el cumplimiento de sus
mandatos, que no dejan de ser prácticas cívicas y virtuosas, podrían
alcanzarla. Los cristianos, hoy, tenemos un camino aún más claro y directo:
Jesús. Ya no se trata de aprender doctrinas o de leer muchos libros, ni
siquiera de cumplir un montón de normas… Se trata de seguir e imitar al que se
entregó generosamente, hasta la muerte, y aprender a amar como él lo hizo. Ser
amigos y discípulos de Jesús: ese es el camino que lleva a la bendición, a la «vida
buena», la que todos anhelamos en lo más profundo de nuestro ser. Es un camino
que pasa por dejar de ser el centro de nosotros mismos y entregarnos a los
demás.
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