30 de enero de 2016

Sé tú mi roca, mi peña y mi alcázar

Salmo 70


Mi boca contará tu salvación, Señor.

A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre; tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído, y sálvame.

Sé tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres tú, Dios mío, líbrame de la mano perversa.

Porque tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías.

Mi boca contará tu auxilio, y todo el día tu salvación. Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas.

Leemos este salmo en medio de unas lecturas que nos hablan de la vocación. El profeta Jeremías parafrasea los versos del salmista, afirmando que Dios lo escogió antes de formarse en el vientre materno y que nada ni nadie podrán contra él. En el evangelio, Jesús inicia su vida pública presentándose como Mesías y anunciando la salvación del Señor en la sinagoga de Nazaret. San Pablo en su carta a los corintios proclama su hermoso himno al amor, lo único perfecto, lo que no pasa nunca, lo que prevalece incluso por encima de la fe y la esperanza.

Ese amor es la roca y el refugio de quienes han escuchado y atendido la llamada de Dios. Decir que Dios llama desde el vientre materno es una forma de expresar que desde el mismo instante en que nacemos a la existencia él nos mira con inmenso amor y nos invita. La vocación imprime una marca indeleble y profundísima: a quien la sigue, le cambia la vida de forma irreversible. La llamada se graba a fuego en el alma de quien escuchó la voz de Dios.

Quien es llamado también ha de saber que, como le sucedió a Jesús, y como les sucedió a los profetas, topará con dificultades, incomprensión y rechazo, incluso por parte de sus seres más allegados. Pero Dios no abandona a sus elegidos. A quien sigue su voz le da toda su fuerza; aún más, se le da Él mismo. Los cristianos, hoy, deberíamos ser conscientes de que todos somos llamados a ser profetas, y sacerdotes y reyes, añadiría San Pablo. Todos somos elegidos, todos somos amados y bendecidos. Y Dios, ¡creámoslo!, está dispuesto a darnos todo cuanto tiene para que podamos cumplir nuestra misión, que no es otra que dispensar su amor, su alegría, su liberación, a todo el mundo.

No seamos sordos. No pensemos que la vocación “es para otros”. Cada cual es llamado, ¡abramos los oídos! Y no temamos a nada ni a nadie, porque Dios, como reza el salmo, será nuestra roca, nuestro castillo, nuestra salvación. Muchas personas estarán en contra nuestra si somos fieles a la Verdad. ¿Qué importa? Dios puede mucho más que todas las oposiciones del mundo. Su amor, su auxilio, es muchísimo mayor que las calumnias, los desprecios y las maledicencias. Siempre nos protegerá y nos concederá algo aún mayor: la plenitud y el gozo de una vida entregada, llena de él. Los ataques de quienes nos rechacen serán diminutos guijarros arrojados al océano: jamás podrán hacernos daño si nos apoyamos en la peña firme de nuestro Señor.

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El Señor reina