Salmo 8
Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable
es tu nombre en toda la tierra!
Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos; la
luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de
él; el ser humano, para darle poder?
Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo
coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos.
Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas
y toros, y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar,
que trazan sendas por el mar.
Este salmo refleja de
manera poética y clarísima uno de los núcleos de nuestra fe cristiana. Si Dios
es Creador y está por encima de su creación, el hombre es el centro de esta. El
universo como jardín donde crece el ser humano es una idea que se plasma en el
Génesis y recorre todas las sagradas escrituras. La creación es hermosa, pero
el hombre aún lo es más. A imagen y semejanza de su Creador, es «coronado de
gloria y dignidad», apenas inferior a los ángeles. Es la criatura predilecta, y
el mundo se le somete: «le diste el mando», le diste poder.
De esta convicción nace
el humanismo y de aquí también surgen las nociones de desarrollo y de ciencia, como formas de
dominio de la naturaleza. Nuestra cultura occidental, con sus logros y sus
errores, se fundamenta en esta creencia.
Pero en los últimos
siglos hemos visto cómo el centralismo del hombre y su poder sobre el mundo lo
han llevado a cometer toda clase de excesos y dislates. Las guerras y los
abusos contra el medio ambiente demuestran que el ser humano no siempre ha
sabido utilizar bien ese poder tan grande que le ha sido dado. La corriente de
pensamiento ecologista, unida a otros movimientos filosóficos y políticos de
hoy, arremete contra esta idea de la centralidad del hombre y rechaza su
preeminencia sobre la Creación. La
Tierra, como ente vivo, gana protagonismo y llega a convertirse, no sólo en el
elemento central de la fe ecologista, sino en la misma divinidad.
La fe cristiana puede
arrojar luz en esta disyuntiva: ¿el hombre o la tierra? ¿El progreso humano o
el planeta? El dilema no debería ser tal. Cuando el hombre esté bien, en armonía
consigo mismo, con sus semejantes y con Dios, respetará el medio en que vive y
sabrá valorar y cuidar de la naturaleza que le alimenta y le proporciona un
espacio donde vivir y gozar. Como señala el Papa Benedicto en su encíclica Caritas in Veritate, «es necesario que
exista una especie de ecología del hombre bien entendida. Cuando se respeta la
“ecología humana” también la ecología
ambiental se beneficia». Y también afirma: «Es contrario al verdadero
desarrollo considerar la naturaleza como más importante que la persona humana
misma. Esta postura conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la
salvación del hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en
sentido puramente naturalista». «El creyente reconoce en la naturaleza el
maravilloso resultado de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede
utilizar responsablemente para satisfacer sus legítimas necesidades. Si se
desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por
abusar de ella» (Caritas in Veritate,
cap. 48).
Si deseamos proteger el
medio ambiente, cuidemos de la dignidad del hombre. Si queremos que la “casa”
esté limpia, hermosa y bien cuidada, preocupémonos antes por sus habitantes. Entonces,
como afirma el Papa Francisco, ese poder sobre el mundo se convertirá en
cuidado responsable, en custodia, en protección y desvelo para conservar el
equilibrio de este planeta asombroso que Dios nos ha dado como hogar.
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