Ven, Señor, a salvarnos.
El Señor mantiene su
fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los
hambrientos. El Señor libera a los
cautivos.
El Señor abre los ojos al
ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el
Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a
la viuda y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.
Este salmo de alabanza
nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los
humanos.
Para muchos descreídos, estos
versos no son más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de
un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por
la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El
ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y
los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que
vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.
Nada más lejos de la
auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a
menudo es necesario recurrir a la poesía, pues las razones no bastan. Y los
salmos, en buena parte, son fruto de experiencias místicas de profunda
liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, salva.
¿De qué salva? En el
fondo, todas las esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del
mal. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad del
egoísmo, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son
torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta:
el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve
a salvarnos del mal.
Con su amor y su
predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre,
sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana.
Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser
crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la
misericordia, de la solidaridad. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega…
¿Qué semilla vamos a regar y a cultivar para que crezca más fuerte en nuestro
corazón?
Nosotros podemos ser
manos e instrumento de Dios, liberación para los cautivos, alivio para el
triste, sustento para la viuda y el pobre. Adviento es una buena época para
reflexionar sobre esto.
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