Salmo 39
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad
Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito;
me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios. R.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en cambio, me abriste el oído;
no pides sacrificio expiatorio. R.
Entonces yo digo: «Aquí estoy
–como está escrito en mi libro–
para hacer tu voluntad.»
Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas. R.
He proclamado tu salvación
ante la gran asamblea;
no he cerrado los labios;
Señor, tú lo sabes. R.
Dios nos ama y nos llama. Es él quien, al crearnos
poseedores de un alma, imprime en nosotros una sed de infinito. Por eso quien
crece espiritualmente ve cómo en él aumenta un hambre, un ansia del Señor, que
llega al grito: Yo esperaba con ansia en
el Señor… él se inclinó y escuchó mi grito.
Y Dios no nos deja morir de hambre: ¡en seguida responde!
Quizás es al contrario, él nos está llamando suavemente desde siempre, y cuando
respondemos y se entabla el diálogo, nuestro corazón estalla de gozo. De ahí surgen ese cántico nuevo, un himno a nuestro Dios. La alegría no puede
expresarse sólo en palabras, sino cantando, bailando, exultando. Lo que nos
llena el corazón debemos comunicarlo, no podemos retenerlo.
Los versos siguientes son cruciales: Tú no pides sacrificios ni ofrendas. Con esto, los israelitas se
alejan de todas las religiones antiguas, basadas en los rituales y los
sacrificios a los dioses. Es decir, renuncian al mercadeo espiritual: yo te doy
para que tú me des tu favor. Se terminó. Dios no necesita ningún sacrificio,
ninguna ofrenda. Ni siquiera necesita templos, rezos y devociones… Dios sólo
quiere nuestro amor. Por eso nos abre el oído para que podamos responder a su
llamada. El mejor regalo, la mejor ofrenda que podemos hacer, es responderle: Aquí estoy para hacer tu voluntad. En
esta simple frase, tan breve como el Hágase
en mí de María ante el ángel, se resume la vocación cristiana.
¡Quiero hacer tu voluntad! Y ¿cuál es la voluntad de Dios?
No pensemos en grandes sacrificios, grandes heroicidades, grandes obras… Dios
sólo quiere que le amemos, y que seamos felices. Dios quiere nuestra plenitud.
Dios nos ha formado, y quiere que florezcamos, siendo todo aquello que podemos
llegar a ser. Nuestra libertad, nuestra felicidad, no son ajenas al plan de
Dios, ¡son parte de su plan! Dios quiere lo que nosotros queremos, en el fondo
de nuestro corazón. No nuestros caprichos e intereses egoístas, sino el deseo
más genuino de amor que todos llevamos dentro. Y Dios sabe cómo llenarnos, por
eso es importante escuchar su llamada. Recordemos la
homilía del papa Benedicto XVI en su investidura: Dios no nos quita nada,
¡nada! de lo que hace la vida libre, bella y grande. Al contrario, Dios nos lo
da todo.
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