Salmo 32
Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
Aclamad, justos, al
Señor, que merece la alabanza de los buenos.
Dichosa la nación cuyo
Dios es el Señor, el pueblo que él se escogió como heredad.
Los ojos del Señor están
puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia para librar sus
vidas de la muerte y reanimarlos en tiempos de hambre.
Nosotros aguardamos al
Señor; él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre
nosotros como lo esperamos de ti.
El pueblo de Israel se
forjó con una fuerte conciencia de comunidad amparada por Dios. La fe en su
Señor fue el distintivo y la piedra angular de su identidad como nación, en
medio de otros pueblos de la antigüedad. Y este Dios mira con especial amor a
su pueblo escogido, “su heredad”. Saberse nación elegida dio una gran fuerza a
la comunidad israelita.
Con Cristo, este pueblo
escogido ya no se limita a las tribus de Israel. El pueblo escogido por Dios,
en realidad, es toda la humanidad. Todo ser humano es hijo predilecto y amado,
llamado a vivir en plenitud ante la presencia amorosa de su Creador. La misma
fe de los judíos, su misma convicción de ser protegido y querido por Dios, es
compartida por todos los creyentes.
Es fácil interpretar los
escritos del Antiguo Testamento bajo un tinte nacionalista y político. También
es fácil tachar estos versos de exclusivistas, de elitistas y soberbios. ¿Por
qué Dios va a preferir a un pueblo sobre los otros? Pero si leemos la Biblia como lo que es: no
como un mero libro de historia o un documento de identidad nacional, sino como
un testimonio místico y espiritual, encontraremos un sentido mucho más hondo y
vivo en sus frases. Y este salmo es más que una proclamación de pueblo elegido.
Es una plegaria
agradecida del hombre que se siente salvado por Dios. Es una profesión de fe,
una súplica y al mismo tiempo una alabanza. Hay en el salmo un doble
movimiento, una reciprocidad: Dios protege a sus fieles; pero el hombre fiel
también elige confiar en Dios. Solo quien ha conocido el hambre —física y
moral— y quien ha padecido hasta el punto de sentirse impotente y pequeño puede
dar ese paso: despojarse de prejuicios y falsas seguridades y ponerse en manos
de Dios. Más tarde, podrá reír y elevar un cántico al experimentar la alegría
de haber sido salvado.
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