Venid, aclamemos al
Señor, demos vítores a la Roca
que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándole con cantos.
Entrad, postrémonos
por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y
nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis su
voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el
desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque
habían visto mis obras”.
Qué fácil es creer en Dios cuando las cosas van bien, cuando
la vida nos sonríe y todo parece marchar sobre ruedas. En cambio, cuando nos
abruman los problemas y nos sentimos acosados por todas partes, la fe flaquea y
es entonces cuando clamamos: ¿Dónde está Dios?
Este clamor es lo que el salmo llama poner a prueba a Dios.
Parece que bajo el nubarrón de las dificultades olvidamos rápidamente que por
encima luce siempre el sol; que una tempestad no puede borrar cientos de días
de luz; que un bache no es todo el camino. Muchos dicen que Dios nos somete a
prueba, como si fuera un amo autoritario que quiere castigar o jugar con la
capacidad de resistencia de sus criaturas. ¡Qué lejos del Dios de Jesús, del
Dios misericordioso que el Evangelio nos va desvelando!
La dureza del corazón va a menudo acompañada de la estrechez
de mente. Si pusiéramos en una balanza lo que Dios nos da a un lado y las
dificultades que sufrimos al otro, nos daríamos cuenta de que el fiel siempre
se inclina del lado de Dios. Solamente la vida, el don de existir, pesa
muchísimo más que todo el resto. Poder respirar, hablar, moverse; poder amar a
alguien, poder recibir afecto, estos dones son tan inmensos que no deberíamos
dejar que los golpes de la vida nos hicieran olvidarlos o incluso
despreciarlos. Lo mejor que tenemos lo hemos recibido gratis, sin merecerlo.
Quizás por eso, porque estamos tan acostumbrados, ya no sabemos valorarlo.
Hemos dejado de asombrarnos ante el milagro de estar vivos y despertarnos cada
mañana. El universo creado ha dejado de maravillarnos. La otra persona, la que
tengo ahí, cerca, ha dejado de conmoverme. Aquí está la dureza de corazón, que
se enquista y se pertrecha en la rutina y el hastío.
Por eso el salmista clama: ¡No endurezcáis vuestro corazón!
El corazón tierno es siempre joven, vibra y se admira. Sabe leer en los
acontecimientos de la historia y sabe descubrir, detrás de cada día, la mano
amorosa del Dios que nos sostiene y nos salva. El corazón vivo palpita y se
desborda en alabanzas.
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