Salmo 33
Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Bendigo al Señor en todo
momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloria en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren.
Proclamad conmigo la
grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me
respondió, me libró de todas mis ansias.
Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro
rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo
salva de sus angustias.
El ángel del Señor acampa
en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor,
dichoso el que se acoge a él.
La estrofa de este salmo
que repetimos, cantando, es de una belleza fresca y sorprendente. Gustad y ved. No nos habla de fe ciega, de conocimiento o de razonamientos.
La bondad del Señor no solo se sabe o se cree, sino que se gusta, se saborea,
se palpa, se ve. La experiencia de Dios no se limita a nuestra mente, sino que
rebasa el campo del pensamiento y empapa toda nuestra existencia. Dios nos
habla a través del corazón y de los sentidos. Y su sabor es bueno. Su experiencia es dulce y
vivificante. No nos adormece, sino que nos despierta y nos fortalece.
Quien experimenta a Dios
en su vida rebosa, y no puede menos que prorrumpir en alabanzas. Irradia ese
amor que lo llena. El contacto con Dios libera de temores, miedos, angustias.
No sólo las aparta de nosotros: nos libera.
En el salmo también
podemos ver esa cercanía de Dios: un
Dios al que podemos hablar, y que nos responde. Lejos de él esas concepciones
de una divinidad distante, impersonal, neutra y alejada de los asuntos humanos.
El Dios de Israel, el que transmiten los salmos, el Dios de nuestra fe
cristiana, es personal, próximo, dialogante. Nos escucha y nos atiende. Nada de
lo que es humano le resulta indiferente. “Ni un solo cabello de vuestra cabeza
caerá sin que lo sepa”, dice Jesús. Por eso, los creyentes tenemos motivos
sobrados para la alegría, para el ánimo y el coraje. Tenemos motivos para “quedar
radiantes” y no avergonzarnos jamás de nuestra fe.
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