Gustad y ved qué
bueno es el Señor.
Bendigo al Señor
en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el
Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.
Los ojos del Señor
miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta
con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita,
el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los
atribulados, salva a los abatidos.
Aunque el justo
sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y
ni uno solo se quebrará.
La maldad da
muerte al malvado, y los que odian al justo serán castigados. El Señor redime a
sus siervos, no será castigado quien se acoge a él.
Los versos de este salmo,
que nos habla de la bondad de Dios, transmiten una idea de justicia que empapó
la cultura de los antiguos hebreos y que llega hasta nosotros, los cristianos
de hoy. Es la convicción de que el justo siempre termina siendo escuchado y
recompensado, y el que obra mal acaba encontrando su ruina.
Sin embargo, vemos que en
la historia de la humanidad y en nuestra vida esto no es siempre así. ¿Nos
habla el salmo de una utopía irrealizable? ¿Son bellas palabras que solo sirven
para consolarnos?
Vano sería el consuelo
si, después de recitar esta oración, regresáramos a la vida real y encontráramos
que todo cuanto hemos creído y cantado fuera mentira. Y las escrituras sagradas
no son falsas, sino que esconden profundas verdades que, a veces, nos cuesta ver
con nuestra mirada un tanto superficial y empañada.
Necesitamos silencio,
calma y tiempo para mirar el mundo, las personas y a nosotros mismos con paz,
con esa mirada limpia que nos hará sabios, porque penetraremos más allá de la
superficie de las cosas y comprenderemos lo que quizás en el trajín diario nos
cuesta entender.
Con esa mirada profunda nos
daremos cuenta de que Dios siempre está ahí, a nuestro lado. Que jamás nos
abandona porque, como afirman los teólogos, si Dios dejara un solo instante de
mirarnos, desapareceríamos en la nada. Dios nos sostiene en la existencia, y no
solo eso: nos mira como madre amorosa, dispuesta a ayudarnos y a llenarnos la
vida de plenitud siempre que le permitamos actuar en nosotros. Para esto hace
falta humildad, y es por eso que el salmo dice “que los humildes escuchen y se
alegren”. Sin humildad, jamás podremos sentir y creer que Dios nos ama y nos
cuida de tal manera que es imposible no estar alegres y agradecidos. “Él cuida
de todos sus huesos”. Jesús dirá que hasta el menor de nuestros cabellos no cae
sin que Él lo sepa.
Sí, Dios está cerca de
nosotros. Y aunque a veces parece que en este mundo el mal prevalece y los malhechores
triunfan, en realidad no es así. Los hombres sangrientos y sus guerras jalonan
nuestra historia, es cierto. Pero son los hombres de paz quienes han dejado una
huella más honda. La historia de la
humanidad está cruzada de cicatrices muy dolorosas, pero sigue viva, sigue
adelante, porque muchas personas han pasado haciendo el bien, amando, entregándose,
a menudo silenciosamente, sin dejar nombres ni hazañas, pero tejiendo un tramo
más de esta historia.
Y, finalmente, siempre,
siempre, queda la misericordia de Dios. Cuando todo parece perdido, aún podemos
refugiarnos en sus brazos. Unos brazos de madre, no de juez, que acogen y
perdonan olvidando de la primera a la última de nuestras faltas: “El Señor
redime a sus siervos; no será castigado quien se acoge a él”.
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