Salmo 70
A ti, Señor, me acojo: no
quede yo derrotado para siempre; tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo,
inclina a mí tu oído, y sálvame.
Sé tú mi roca de refugio,
el alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres tú, Dios mío,
líbrame de la mano perversa.
Porque tú, Dios mío,
fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre
materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías.
Mi boca contará tu auxilio,
y todo el día tu salvación. Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta
hoy relato tus maravillas.
Leemos este salmo en
medio de unas lecturas que nos hablan de la vocación. El profeta Jeremías
parafrasea los versos del salmista, afirmando que Dios lo escogió antes de
formarse en el vientre materno y que nada ni nadie podrán contra él. En el
evangelio, Jesús inicia su vida pública presentándose como Mesías y anunciando
la salvación del Señor en la sinagoga de Nazaret. San Pablo en su carta a los
corintios proclama su hermoso himno al amor, lo único perfecto, lo que no pasa
nunca, lo que prevalece incluso por encima de la fe y la esperanza.
Este amor es la roca y el
refugio de quienes han escuchado y atendido la llamada de Dios. Decir que Dios
llama desde el vientre materno es una forma de expresar que desde el mismo
instante en que nacemos a la existencia, él nos mira con inmenso amor y nos
invita. La vocación imprime una marca indeleble y profundísima: a quien la
sigue, le cambia la vida de forma irreversible. La llamada se graba a fuego en
el alma de quien escuchó la voz de Dios.
Quien es llamado también
ha de saber que, como le sucedió a Jesús, y como les sucedió a los profetas, se
topará con dificultades, incomprensión y rechazo, incluso por parte de sus
seres más allegados. Pero Dios no abandona a sus elegidos. A quien sigue su
voz, le da toda su fuerza; aún más, se le da Él mismo. Los cristianos, hoy,
deberíamos ser conscientes de que todos somos llamados a ser profetas, y sacerdotes y reyes, añadiría San Pablo.
Todos somos elegidos, todos somos amados y bendecidos. Y Dios, ¡creámoslo!,
está dispuesto a darnos todo cuanto tiene para que podamos cumplir nuestra
misión, que no es otra que dispensar su amor, su alegría, su liberación, a todo
el mundo.
No seamos sordos. No
pensemos que la vocación «es para otros». Cada cual es llamado, ¡abramos los
oídos! Y no temamos a nada ni a nadie, porque Dios, como reza el salmo, será
nuestra roca, nuestro castillo, nuestra salvación. Muchas personas estarán en
contra nuestra si somos fieles a la
Verdad. ¿Qué importa? Dios puede mucho más que todas las
oposiciones del mundo. Su amor, su auxilio, es muchísimo mayor que las
calumnias, los desprecios y las maledicencias. Siempre nos protegerá y nos
concederá algo aún mayor: la plenitud y el gozo de una vida entregada, llena de
él. Los ataques de quienes nos rechacen serán diminutos guijarros arrojados al
océano: jamás podrán hacernos daño si nos apoyamos en la peña firme de nuestro
Señor.
Si es cierto El Señor no nos falla munca!
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