Salmo 1
Dichoso el hombre que ha puesto su
confianza en el Señor.
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los
impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de
los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche.
Será como un árbol plantado al borde de la
acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende
tiene buen fin.
No así los impíos, no así; serán paja que arrebata
el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de
los impíos acaba mal.
El primero de todos los
salmos expresa un deseo íntimo del hombre de todos los tiempos: el anhelo de
felicidad. Este salmo armoniza perfectamente con las lecturas de este sexto
domingo.
Por un lado, el profeta
Jeremías nos habla de dos tipos de persona: la que sólo confía en sí misma, en
su fuerza y en su riqueza, y la que confía en Dios. El que deposita su fe en
las cosas materiales o en sí mismo es como cardo en el desierto; el que confía
en Dios es árbol bien arraigado que crece junto al agua. Son casi las mismas
palabras del salmo: aquel que confía en Dios crecerá y dará buen fruto. Dios es
el agua inagotable de la que beberá, y su espíritu jamás se marchitará. En cambio,
el impío, aquel que no reconoce a Dios y quiere enraizar en cosas mundanas,
acabará arrastrado por el viento.
El salmo también conecta
con las bienaventuranzas del evangelio de este domingo. Más allá de leer las
bienaventuranzas como una apología del pobre y del oprimido, hemos de ver en
ellas una alabanza de los que siguen a Dios a todas; de los que dejarán a un
lado su propio ego para lanzarse a anunciar la palabra de Dios, como Jesús
mismo. Las bienaventuranzas son, en realidad, un retrato de Jesús y del profeta
auténtico, el que habla la verdad sin miedo y, por ello, es rechazado y llora
ante la incomprensión. Como consecuencia de ese rechazo, sufrirá, será
despojado de sus bienes, será perseguido y difamado. Su pobreza será seguir
fiel y apoyarse sólo en Dios. Estas son palabras dirigidas especialmente a los
discípulos y, por tanto, a los cristianos de hoy, llamados a ser apóstoles.
Esta lectura es
revolucionaria y resulta especialmente subversiva hoy, donde tanto se predica
el “ámate a ti mismo”, “descúbrete a ti mismo”, “confía en ti mismo”. Nuestra
sociedad occidental ha deificado al hombre y parece que todo cuanto ansía
nuestro corazón está dentro de nosotros. O bien se idolatran ciertos valores,
como el bienestar económico, el reconocimiento social, la fama, la ciencia y la
tecnología. Se nos repite una y otra vez que es en nosotros mismos y en la
amplia oferta del mundo donde podemos encontrar nuestra felicidad, y muchos
caemos en la trampa de creerlo.
En cambio, pocos nos
recuerdan que confiar solamente en nosotros mismos, o en tantas cosas que
brillan a nuestro alrededor, es un error que nos lleva al abismo. La única
tierra firme donde podemos anclar, echar raíces y crecer, desplegando todo
aquello que podemos ser, es el amor: es Dios.
Quien confía en Dios por
encima de todo, y quien medita y vive su ley —mi ley es el amor, ¡nos recuerda
Jesús! — ese gozará de una vida plena, hermosa, profunda. Una vida que no
estará exenta de dificultades ni de dolor, porque vivir con autenticidad es ir
a contracorriente y nos toparemos con la burla, la oposición y la incomprensión
de muchos. Incluso nuestros seres queridos o más cercanos pueden rechazarnos
por querer vivir poniendo a Dios en el centro de nuestra vida. Pero la
recompensa será grande… y no sólo en el más allá, sino donde comienza el cielo,
aquí en la tierra.
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