Salmo 121
¡Qué alegría cuando me dijeron:
Vamos a la casa del Señor!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales,
Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según
la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia, en el
palacio de David.
Las palabras de este
salmo nos resultan muy familiares, pues son un cántico muy conocido que
tradicionalmente ha resonado en nuestras iglesias.
Es un salmo de alegría y
de triunfo, que nos habla de un lugar, Jerusalén, como casa del Señor. Nos
habla de justicia y, en el resto del salmo que no se lee, se habla también de
la paz deseada para que reine en la ciudad y entre las gentes.
Estamos celebrando la
fiesta de Cristo Rey, que se nos revela como único templo, único sacerdote, la
persona que une cielo y tierra y que nos muestra el rostro de Dios. El Nuevo
Testamento recoge mucho del Antiguo: el deseo de paz, de justicia, de plenitud
del pueblo judío. Recoge la tradición y la veneración del pueblo hacia el
templo, hacia la ciudad santa —Jerusalén significa, literalmente, la ciudad de
la paz—. Todos estos anhelos se ven respondidos con la llegada de Jesús, aunque
no como muchos lo esperaban. Jesús supera la identificación de Dios con un
lugar, un edificio o una ciudad. Sin dejar de encarnarse, Dios apunta hacia
otra Jerusalén, la Jerusalén celestial, comunidad formada por todos
los que creen.
Así, cuando entonamos
este cántico, estamos cantando la grandeza de nuestro Dios, Amor que desciende al
mundo y nos busca. Cantamos también su justicia. Una justicia que, recordémoslo
siempre, nada tiene que ver con las leyes humanas ni con nuestra mentalidad
retributiva. La justicia de Dios es magnanimidad, misericordia, plenitud, gozo,
don gratuito. Dios nos otorga la paz y su abundancia de bienes, no porque lo
merezcamos o nos hayamos esforzado mucho, sino porque él es así: generoso sin
límites, amante de sus criaturas y bueno.
¿Cómo no cantar alegres y
bendecir su nombre, habiendo recibido tanto?
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