Salmo 121
Qué alegría cuando me dijeron:
¡vamos a la casa del Señor!
Ya están pisando nuestros pies tus
umbrales, Jerusalén.
Jerusalén, ciudad bien construida, conjunto
armonioso, allí suben las tribus, las tribus del Señor, a cumplir la alianza de
Israel, a alabar el nombre del Señor.
Allí están los tribunales de justicia, los
tribunales del palacio de David. Auguran la paz a Jerusalén: Que vivan seguros
los que te aman y que sea inquebrantable la paz en tus muros, la quietud en tus
almenas.
Por amor de mis hermanos y amigos, dejadme decir:
¡Que haya paz dentro de ti! Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo la
felicidad.
Este salmo, que solemos
cantar en una conocida canción, nos habla de tres cualidades inseparables de la
fe del creyente: la alegría, la justicia, la paz.
El Papa Francisco acaba
de publicar su exhortación apostólica La alegría del evangelio. En ella se nos invita a redescubrir la alegría de
creer, y a reencontrarnos de nuevo con Cristo, que es la fuente de nuestro gozo
y de nuestra paz. Todo el documento rezuma esa alegría que también desprenden
los versos de este salmo. ¿Cómo es posible ser cristiano coherente sin ser
alegre? Santa Teresa decía: un santo
triste es un triste santo. Podríamos decir lo mismo de cualquier cristiano…
Alegría: es más que un
sentimiento, es una actitud profunda que brota de la gratitud. ¿De dónde le
viene la alegría de Israel? De su pacto, su alianza con Dios. ¿Con quién mejor
se puede hacer un pacto, que con Dios? ¡El hombre siempre sale ganando! Porque
en ese pacto, es Dios quien se compromete, y él es fiel. Su amor dura por
siempre, cantan otros salmo. Jamás nos dejará, no estamos solos, ¡somos amados!
De ahí brota, también, la alegría del cristiano. Si Dios selló un pacto con
Israel en tiempos antiguos, con Jesús su pacto se ha extendido a toda la
humanidad. Y es este: él está con nosotros, ahora y siempre.
La justicia es otro pilar
de la fe de Israel, y también de la fe cristiana. ¿Qué hemos de entender por
justicia? No la ley humana, cambiante y a veces injusta, sino la de Dios. Y la
ley de Dios, nos recuerda san Pablo, es el amor, incondicional, imperecedero y haci
toda criatura. Su justicia es amor para todos, misericordia, reconciliación.
Saberse profundamente
amado, sentir y reconocer ese amor entrañable de Dios, es fuente de paz. ¿Dónde
buscar la paz, tan ansiada hoy y siempre, y tan difícil de conseguir? En Dios,
en su amor. No hay paz más auténtica que la del niño en brazos de su madre.
Nosotros, todos, somos pequeñuelos en brazos de Dios. Mecidos en su seno
infinito, en él vivimos, nos movemos y
existimos.
Busquemos, en este
Adviento, un tiempo diario de silencio para dejarnos mecer por Dios y
reencontrar la alegría de sabernos amados por él. Que nuestros labios puedan
entonar con sinceridad los versos exultantes de este salmo.
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