6 de junio de 2014

¡Envía tu Espíritu, Señor!

Salmo 103

Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Te vistes de belleza  y majestad, la luz te envuelve como un manto.

Cuántas son tus obras, Señor; y todas las hiciste con sabiduría; la tierra está llena de tus criaturas. 

Todas ellas aguardan a que les eches comida a su tiempo; se la echas, y la atrapan; abres tu mano y se sacian de bienes.

Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.


En esta fiesta de Pentecostés, la fiesta del fuego y el aliento de Dios, el salmo 103 nos recrea con versos exultantes. Si dicen que del asombro ante el mundo nació la filosofía, es muy posible que también de la admiración brotara ese impulso íntimo del alma humana que llamamos sentimiento religioso, fe, o espiritualidad.

Tres son los rasgos que definen a Dios, a quien no vemos y que el pueblo hebreo jamás describió de una forma concreta. Pero sí se puede percibir su presencia en estas características.

La primera es la belleza. El grandioso espectáculo del mundo natural habla de Dios. La luz lo envuelve; no solo la luz del sol y las estrellas, sino también la lucidez interior, esa claridad de mente y espíritu que permite adivinar su presencia.

La segunda es la sabiduría. El Génesis remarca, ante cada gesto creador, que Dios hace bien todas las cosas. El universo se rige por unas leyes, el mundo se nos hace inteligible y hermoso como una sinfonía bien orquestada.

La tercera, es la capacidad de Dios de dar vida y mantenerla. Infundir el soplo de vida es propio de Dios, y alimentar a sus criaturas con generosidad también forma parte de su manera de ser. En la naturaleza, toda criatura encuentra su camino y su sustento. Ojalá en las sociedades humanas, con tantos medios y conocimiento como tenemos, supiéramos seguir esa ley natural que nos llama a la armonía, a la mesura y al reparto de bienes para que a nadie le falte nada, no sólo lo necesario, sino la abundancia justa para poder disfrutar de la vida. Dios no sólo quiere que sobrevivamos; quiere que nos saciemos y vivamos gozosamente.

Dios es vida, y vida en plenitud, como nos recuerda san Juan en su evangelio. Su aliento sostiene nuestra existencia. Y aún más. Muchos estamos hambrientos de esa vida hermosa y plena que nos saque de una existencia anodina y gris. El Espíritu Santo, cuya fiesta hoy celebramos, es fuerza y es gozo, fuego que arde en nosotros a poco que le dejemos penetrar en nuestro corazón. No sólo nos hará vivir, sino renacer a una vida que sobrepasa la dimensión terrena: la vida del amor de Dios, la vida infinita, la vida que los evangelistas han llamado eterna. Por eso el salmo de hoy es también súplica y llamada: ¡Envía tu Espíritu, Señor! Y haz renacer la faz de nuestro mundo interior, para que vivamos de verdad y podamos llevar tu vida a otros sedientos que la esperan.

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