Salmo 103
Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla
la faz de la tierra.
Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande
eres! Te vistes de belleza y majestad,
la luz te envuelve como un manto.
Cuántas son tus obras, Señor; y todas las hiciste
con sabiduría; la tierra está llena de tus criaturas.
Todas ellas aguardan a que les eches comida a su
tiempo; se la echas, y la atrapan; abres tu mano y se sacian de bienes.
Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser
polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.
En esta fiesta de
Pentecostés, la fiesta del fuego y el aliento de Dios, el salmo 103 nos recrea
con versos exultantes. Si dicen que del asombro ante el mundo nació la
filosofía, es muy posible que también de la admiración brotara ese impulso
íntimo del alma humana que llamamos sentimiento religioso, fe, o
espiritualidad.
Tres son los rasgos que
definen a Dios, a quien no vemos y que el pueblo hebreo jamás describió de una
forma concreta. Pero sí se puede percibir su presencia en estas
características.
La primera es la belleza. El grandioso espectáculo del
mundo natural habla de Dios. La luz lo envuelve; no solo la luz del sol y las
estrellas, sino también la lucidez interior, esa claridad de mente y espíritu
que permite adivinar su presencia.
La segunda es la sabiduría. El Génesis remarca, ante
cada gesto creador, que Dios hace bien todas las cosas. El universo se rige por
unas leyes, el mundo se nos hace inteligible y hermoso como una sinfonía bien
orquestada.
La tercera, es la
capacidad de Dios de dar vida y mantenerla. Infundir el soplo de vida es propio
de Dios, y alimentar a sus criaturas con generosidad también forma parte de su
manera de ser. En la naturaleza, toda criatura encuentra su camino y su
sustento. Ojalá en las sociedades humanas, con tantos medios y conocimiento
como tenemos, supiéramos seguir esa ley natural que nos llama a la armonía, a
la mesura y al reparto de bienes para que a nadie le falte nada, no sólo lo
necesario, sino la abundancia justa para poder disfrutar de la vida. Dios no
sólo quiere que sobrevivamos; quiere que nos saciemos y vivamos gozosamente.
Dios es vida, y vida en
plenitud, como nos recuerda san Juan en su evangelio. Su aliento sostiene
nuestra existencia. Y aún más. Muchos estamos hambrientos de esa vida hermosa y
plena que nos saque de una existencia anodina y gris. El Espíritu Santo, cuya
fiesta hoy celebramos, es fuerza y es gozo, fuego que arde en nosotros a poco
que le dejemos penetrar en nuestro corazón. No sólo nos hará vivir, sino
renacer a una vida que sobrepasa la dimensión terrena: la vida del amor de
Dios, la vida infinita, la vida que los evangelistas han llamado eterna. Por eso el salmo de hoy es
también súplica y llamada: ¡Envía tu Espíritu, Señor! Y haz renacer la faz de nuestro
mundo interior, para que vivamos de verdad y podamos llevar tu vida a otros
sedientos que la esperan.
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