Del libro de
Daniel 3, 52. 53. 54. 55. 56
A ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres,
Señor, Dios de nuestros padres; a ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito tu
nombre santo y glorioso; a él gloria y alabanza por los siglos.
A ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres en
el templo de tu santa gloria.
A ti gloria y
alabanza por los siglos.
Bendito eres
sobre el trono de tu reino.
A ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres
tú, que, sentado sobre querubines, sondeas los abismos.
A ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres en
la bóveda del cielo.
A ti gloria y alabanza por los siglos.
Este cántico de hoy forma
parte del libro profético de Daniel. Los versos lanzan bendiciones a Dios y el
estribillo responde, una y otra vez: ¡a ti gloria y alabanza!
Es fácil rezar pidiendo
cosas a Dios. Es fácil decir que hablamos con él… y, en realidad, reducir
nuestra plegaria a una serie de lamentos, desahogos y súplicas. Es fácil buscar
consuelo rezando y llenar nuestra oración de angustia y deseos.
Pero hay una oración más
luminosa, más alta, más alegre: la de alabanza. Este poema es una muestra.
Cuando el alma canta a Dios, no hay palabras. Y la repetición entusiasta es lo
que quizás expresa mejor el gozo del corazón. ¡Bendito eres, bendito eres,
bendito eres!
¿De dónde surge la
alabanza, cuando en nuestra vida diaria tenemos tantos problemas? La alabanza
surge, paradójicamente, de la oración bien hecha. Cuando rezamos de verdad,
aquietando el corazón, abandonándonos en Dios, aprendemos a contemplar la vida
desde una cierta altura. Miramos nuestra existencia, miramos el mundo,
consideramos lo que Dios ha hecho por nosotros… y entonces no nos queda otra
que exclamar, admirados y agradecidos, ¡qué bien lo ha hecho Dios! ¡Cuántas
maravillas, cuántos dones nos ha dado! Un solo día de vida vale más que todas
nuestras dificultades. El soplo de Dios nos sostiene en la existencia, ¿cómo no
vamos a estar agradecidos?
Dios, por necesitar, no
necesita nuestros elogios. Pero ¡qué agradables le resultan nuestras alabanzas!
Debe sentirse, un poco, como una madre ante sus pequeños que, alegres, la
alaban y la piropean con fervor porque se sienten amados y felices por ella. ¡Qué
pequeñas y a la vez qué hermosas le deben resultar a Dios nuestras alabanzas!
Balbuceos de cielo, torpes, siempre insuficientes, pero gratos a sus oídos. Y,
como decía el Rabí Nachman de Breslau, cuando sabemos alabar a Dios incluso en
medio de las crisis, él reacciona de inmediato. ¿Esto te parece bueno? ¡Ahora
te enseñaré qué es el Bien!
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