Salmo 77, 1-2. 34-35.
36-37. 38 (R.: cf. 7b)
R. No olvidéis las acciones del Señor.
Escucha, pueblo mío, mi enseñanza, inclina el oído
a las palabras de mi boca: que voy a abrir mi boca a las sentencias, para que
broten los enigmas del pasado.
Cuando los hacía morir, lo buscaban, y madrugaban
para volverse hacia Dios; se acordaban de que Dios era su roca, el Dios
Altísimo su redentor.
Lo adulaban con sus bocas, pero sus lenguas
mentían: su corazón no era sincero con él, ni eran fieles a su alianza.
Él, en cambio, sentía lástima, perdonaba la culpa
y no los destruía: una y otra vez reprimió su cólera, y no despertaba todo su
furor.
El Antiguo Testamento, a
veces, nos da una imagen de Dios terrible y majestuoso, que provoca respeto y
pavor. Pero otras veces nos revela el rostro de un Dios lleno de misericordia,
maternal y entrañable, que ama sin condiciones y se conmueve ante sus hijos. Este Dios compasivo y
tierno, el que Jesús también nos reveló, es el que asoma entre los versos de
este salmo.
Por un lado, el salmo
invita a escuchar, la gran actitud del santo, la primera y la esencial: escucha, pueblo mío, mi enseñanza. El
hombre tiene necesidad de saber y en él se despiertan muchos interrogantes. Hallará
respuestas si sabe hacer silencio y escuchar. Entonces los enigmas del pasado y
del futuro, y también los de la vida presente, serán aclarados. El sentido de
la vida se encuentra cuando se abandona el orgullo y el ruido interior y se
adopta una actitud humilde, abierta, de atención y escucha.
El salmo también habla de
los que claman al cielo con palabras vanas: lo
adulaban con sus bocas, pero sus lenguas mentían. Los autores bíblicos no
callan ante la hipocresía ni la falsedad. No basta creer y alabar a Dios de boquilla, la fidelidad se muestra en
la intención, en el corazón y en las obras reales de las personas.
Frente a la falsedad y la
hipocresía humana, el salmista contrasta la actitud de Dios. Él sabe que los
hombres pecan, fallan, son infieles y mienten. Él conoce nuestras debilidades y
nuestros errores. Podemos engañarnos a nosotros mismos y pensar que aún
engañaremos a los demás. Pero a Dios no es posible engañarlo. Y, sin embargo, él
siente lástima y perdona. No se encoleriza ni castiga, sino que espera,
paciente, nuestra conversión. Perdonaba la
culpa y no los destruía, dice el salmo.
Cuántas veces nosotros
nos convertimos en jueces de los demás, los condenamos y, si pudiéramos, los
destruiríamos, o los inhabilitaríamos del todo. Dios no es así. Dios ama a
todos, todos somos criaturas amadas salidas de su seno y a todos nos espera con
amor, deseando que nuestro corazón responda a tanto don.
Hoy, fiesta de la
Exaltación de la Santa Cruz, recordamos la muestra más palpable y tremenda de
este amor divino. Dios no solo no condena; es condenado por los hombres y
acepta su muerte injusta y cruel. Clavado en la cruz, Jesús podría lanzar una última
maldición ante aquellos que lo matan. Y no: lo único que hace es perdonarlos. Con
ese amor tan inmenso Jesús ha derrotado a los dos grandes enemigos del hombre:
el mal y la muerte.
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