Salmo 24, 4bc-5. 6-7. 8-9
Recuerda, Señor, que tu misericordia
es eterna.
Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus
sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador,
y todo el día te estoy esperando.
Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia
son eternas; no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud;
acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.
El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a
los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los
humildes.
De nuevo nos encontramos
en este salmo con esa petición constante que apela a la misericordia de Dios.
Todos nosotros, en algún momento de nuestra vida, necesitamos comprensión y
compasión. Necesitamos que alguien nos perdone y olvide —olvide de verdad— nuestros
errores y nos dé la oportunidad de empezar de nuevo.
Esta misericordia, esta
capacidad inagotable para perdonar y olvidar, es propia de Dios. Porque los
humanos ¡somos tan rencorosos! En nuestro afán de justicia no hacemos más que
llevar las cuentas del mal, de los demás y a veces también del propio. Y así
vivimos abrumados por la culpa. Presumimos de ser justos y, en realidad, somos
jueces implacables y castigadores.
Dios es justo de otra
manera. Su justicia es esta magnanimidad asombrosa que a veces nos sorprende y
nos cuesta de creer. Su rectitud es bondad, es comprensión con nosotros, es
perdón total de nuestras faltas. Como decía un teólogo, Dios es tremendamente olvidadizo.
Pero Dios no sólo nos
limpia del mal cometido. No sólo es compasivo, sino que también es maestro. Nos
enseña de la mejor manera posible: acompañándonos en nuestro camino,
mostrándonos cómo es él para que aprendamos a actuar a imitación suya. Los
humanos no somos todopoderosos, como Dios, pero sí podemos semejarnos a nuestro
Padre en el amor y en la compasión. Él nos ha dado un alma grande, capaz de
hacerlo.
Finalmente, el salmo nos
habla de la humildad. La verdadera
humildad, como decía santa Teresa, es la verdad.
La verdad sobre nosotros mismos, la realidad de nuestro ser y nuestras
circunstancias. Quien es humilde sabe ver sus límites y sus alcances. Y coloca
las cosas en su justo lugar. Quien es humilde tiene el espíritu dócil y abierto
y puede dejarse enseñar, guiar y amar. Está preparado para que Dios entre en su
vida y camine a su lado.
Es cierto. Somos jueces implacables para nosotrs pero aún más para nuuestrs hermanos.
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