Lc 1, 46‑48. 49‑50. 53‑54
Se alegra mi espíritu en Dios mi
Salvador.
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra
mi espíritu en Dios mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su
misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
A los hambrientos los colma de bienes y a los
ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel su siervo, acordándose de la
misericordia.
El cántico que leemos hoy
no es un salmo, sino el Magníficat que entona María cuando se encuentra con su
prima Isabel. Dos mujeres, amadas por Dios, desbordan de alegría y pueden
compartir su gozo porque ambas saben que en sus vientres crecen dos hombres que
cambiarán el mundo.
Ambas han sentido en su
propia piel el milagro. Ambas han palpado que “el Señor hace en ellas
maravillas”. Isabel, en su ancianidad, concebirá al que Jesús llamará el mayor
de los profetas. María, en su virginidad, concibe al mismo Dios hecho humano en
sus entrañas.
Son muchos los autores
que señalan que el himno de María es revolucionario. Y más aún si lo situamos
en su contexto, en la
Palestina de hace dos mil años, en el pueblo judío, superviviente
de guerras, invasiones, exilios y esclavitudes. Más aún si tenemos en cuenta
que quien lo pronuncia es una mujer que en aquella época tenía una condición
marginal, sin voz ni autoridad alguna entre sus gentes.
Es revolucionario
recogiendo la tradición profética de Israel: el salmo subraya la predilección
de Dios por los pobres y los humildes y el castigo que sufrirán los poderosos y
los ricos. Teológicamente hablando todavía es más rompedor: Dios, que es
todopoderoso, que es infinitamente grande, se viene a fijar en la más pequeña
de sus criaturas: una sencilla muchacha de una aldea insignificante. Podría
elegir venir al mundo envuelto en gloria y majestad, obrando milagros
prodigiosos, pero elige venir como un niño más, como un bebé humilde en el seno
de una familia modesta. Su primera casa será el vientre de una mujer.
Aún podemos profundizar
más en este verso: A los hambrientos los
colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Dios conoce todas las
hambres humanas. Hay un hambre aún más punzante que la del pan, y es el hambre
de Dios. El humilde reconoce esta hambre, abre su alma y puede ser saciado.
Quien confía su vida en manos de Dios verá cómo todo cuanto le sucede, incluso
las dificultades que se le presenten, todo lo encamina al crecimiento, a la
plenitud, a la riqueza espiritual.
Quien se cree
autosuficiente, quien vive acomodado en sus certezas y en sus riquezas
materiales y piensa que Dios es sobrante e innecesario, se será despedido
vacío. Porque nada podrá calmar su hambre interior, por mucho que la oculte y
quiera rellenar sus huecos con miles de cosas. Al final se encontrará con la
peor de las pobrezas, que es la soledad interior.
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