27 de febrero de 2015

Caminaré en presencia del Señor

Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida.

Tenía fe, aun cuando dije: «Qué desgraciado soy.»
Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles.

Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo,
hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas.
—Te ofreceré un sacrificio de alabanza
invocando tu nombre, Señor.

Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo;
en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén.

La primera frase de este salmo impacta: Tenía fe, aún cuando dije, «Qué desgraciado soy.» Qué fácil es tener fe cuando las cosas van bien y, en cambio, qué escasos andamos de esta virtud cuando las cosas se tuercen y nos sentimos desgraciados. Mantener la fe en circunstancias adversas es una muestra de heroísmo espiritual, de fortaleza, de coraje. En realidad, es la prueba de la verdadera fe, que se sostiene, no en certezas, sino en un querer y en un confiar.

La siguiente frase aún impresiona más: Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Casi podemos imaginar a Dios llorando y doliéndose cuando muere una persona buena, alguien que le fue fiel. El salmo nos muestra ese rostro del Dios compasivo, que ama a sus criaturas como una madre y le duele la muerte o el sufrimiento de cada una de ellas.

Podemos meditar y pensar cuál no debió ser el sufrimiento de Dios Padre ante la muerte de Jesús, su Hijo. Este hijo amado, predilecto, es el fiel por excelencia y muere a manos de los hombres. ¿Puede Dios sufrir? La respuesta está en la cruz, la de Cristo y la de todos los que cargan día a día sus dolorosas cruces ―enfermedad, pobreza, soledad, persecuciones… Sí, a Dios le duele no solo la muerte, sino el menor sufrimiento de sus hijos. Más aún cuando este sufrimiento es debido a su fidelidad.  

¿Cómo no confiar en un Dios así? A un Dios tonante, juez y terrible, podemos temerlo, aunque creamos en él, pero en ese miedo siempre habrá un resquicio de desconfianza y de sumisión. En cambio, el salmo continúa hablándonos de dos conceptos aparentemente opuestos: la servitud y la liberación. El poeta se confiesa siervo del Señor, alguien obediente a él, cumplidor de sus votos. Al mismo tiempo, declara que Dios ha roto sus cadenas. ¿No será que en la obediencia a Dios reside nuestra libertad?

¿Cómo entenderlo? Esta aparente paradoja puede comprenderse si profundizamos en qué significa obedecer a Dios, qué implica, y qué son esas cadenas.

Obedecer a Dios significa seguir su ley, una ley que, desde los orígenes de la cultura hebrea, nos muestra su bondad, su benevolencia, su atención a los más débiles, su magnanimidad. Jesús dirá que toda la ley se resume en amar, a Dios y a los demás. ¿Puede ser opresora una ley así, cuando los seres humanos estamos hechos para el amor?

Por otro lado, la noción de esclavitud, en la cultura hebrea, va a menudo vinculada a la de maldad y pecado. Jesús, cuando curaba, perdonaba los pecados. El concepto de pecado, además de ser una ofensa a Dios, es un daño que esclaviza a la persona, que le impide desarrollarse plenamente y ser libre, entera, feliz. Quien ama se realiza y se libera. Por tanto, quien cumple esta ley divina del amor, rompe sus cadenas y puede cantar la oración más bella. Y este es el sacrificio más agradable a Dios: la alabanza de un corazón gozoso que ha sintonizado con su amor.

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