Salmo 4
Haz brillar sobre nosotros la luz de
tu rostro, Señor.
Escúchame cuando te invoco, Dios, defensor mío; tú
que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi oración.
Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la
dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?»
En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque
tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo.
Este salmo es una
preciosa oración para abrir el espíritu y dejar que la paz, la paz de Dios, la
única que es auténtica, nos vaya invadiendo, poco a poco, y calme nuestras
tormentas interiores.
El salmo habla de
sentimientos y situaciones muy humanas: ese aprieto, que atenaza nuestro
corazón cuando estamos en dificultades o sufrimos carencias; esa falta de luz,
cuando parece que Dios está ausente y el mundo se nos cae encima. Los problemas
nos abruman y podemos tener la sensación, muy a menudo, de que vivimos
abandonados y aplastados bajo un peso enorme.
Dios da anchura, Dios
alivia, Dios arroja luz al final del túnel. Dios calma las angustias y da paz.
En la última cena, Jesús dice a los suyos que su paz no es como la de este
mundo. ¿De qué paz estamos hablando?
Muchas veces buscamos la
paz en cosas externas: en la seguridad económica, en una compañía que nos llena
emocionalmente, en el bienestar, en la salud, en rodearnos de un ambiente
favorable y positivo. O bien ensayamos prácticas físicas y mentales que nos
lleven a la serenidad. Todo esto nos puede aportar alivio momentáneo, o una sensación
placentera temporal. Pero la paz auténtica no vendrá de ahí. En el momento en
que falle alguno de esos factores que nos da tranquilidad, ¿a dónde se fue la
paz? Volverán la zozobra, la inquietud y la guerra interna.
La raíz de la paz está en
Dios. Un Dios que, como dice el salmo, es «defensor mío». Lejos de la imagen
del Dios justiciero, inquisidor, aquí encontramos a un Dios amante, bueno,
consolador. El Dios a quien Jesús llamó, confiadamente, papá. Este Dios, que es amor incondicional e imperecedero, es la
verdadera fuente de la paz. Quien se sabe amado sin medida y sin condiciones,
siempre, tiene en su alma una roca sólida sobre la que construir toda una vida.
Su alma, habitada por Dios, se convierte en santuario, en refugio, en ermita
donde puede recogerse cada día, siempre que lo necesite, para encontrar la
anhelada paz.
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