Salmo 117
Este es el día en que actuó el
Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo.
¡Aleluya, Aleluya!
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es
eterna su misericordia.
Que lo diga la casa de Israel: eterna es su misericordia.
La diestra del Señor es poderosa, la diestra del
Señor es excelsa.
No he de morir, viviré para contar las hazañas del
Señor.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora
la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro
patente.
Qué poco podía imaginar
el salmista que llegaría un día en que sus versos reflejarían la más pura
realidad. Una realidad luminosa, rotunda, milagrosa. Un hecho que cambiaría la
historia de la humanidad de forma irreversible.
Si en Navidad celebramos
que Dios entra en la historia, haciéndose hombre, en Pascua celebramos que Dios
abre la historia hacia una dimensión trascendente y eterna, rompiendo la
barrera entre la vida y la muerte.
Tras estos días de Semana
Santa, teñidos por la Pasión
de Jesús, hemos visto al Dios humano sufrir, angustiarse y someterse a todos
los padecimientos imaginables. Lo hemos visto morir. Ninguno de los
sufrimientos que nos aquejan a los hombres es ajeno a nuestro Dios.
Pero su respuesta a la
muerte es tremenda e inesperada. Con la resurrección, Dios hace reales aquellos
versos del Cantar de los Cantares: «es más fuerte el amor que la muerte», y
también demuestra que su vida es imperecedera.
El cristianismo ha leído
este salmo como un presagio de la resurrección. Jesús es esa piedra desechada
por los arquitectos, él mismo se aplica esta imagen en cierto momento, ante los
escribas. Para Dios, no hay piedra —no hay persona— que sea desechable. Él todo
lo recoge. Y recoge, especialmente, el amor que se ha dado, y lo transforma en
vida eterna.
«Es el Señor quien lo ha
hecho, ha sido un milagro patente». No hay mejor veredicto, más escueto y
preciso, sobre lo que supone la resurrección de Cristo. Es obra de Dios —que
todo lo puede— y es un milagro —no tiene otra explicación, no podemos buscarle
razones lógicas ni científicas, simplemente, ha ocurrido—. Pero ese milagro es
patente: se ve, se toca, se comprueba. Es evidente y palpable.
Así es la resurrección de
Cristo. Sus discípulos, y hasta quinientos más, dicen los evangelios, lo vieron
vivo, en cuerpo y alma, después de su muerte. Por ellos creemos y podemos
compartir su alegría y su esperanza: No
he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor. Porque la
resurrección de Jesús es una promesa para todos. Lo que en el Antiguo
Testamento era esperanza de una vida futura, ahora se convierte en realidad
presente.
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