Salmo 21
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?
Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean
la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo
quiere.»
Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una
banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis
huesos.
Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.
Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea
te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo,
linaje de Israel.
Clavado en la cruz, Jesús
recitó las palabras de este salmo, palabras del hombre sufriente, acosado y
golpeado por sus enemigos. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Es
el clamor de muchas personas que sufren hoy; es quizás también nuestro clamor
cuando las dificultades nos aprietan y no vemos una salida. Sentirse abandonado
por Dios es la soledad más profunda, más hiriente y completa. Jesús, tan humano
como nosotros, no fue ajeno a este dolor. Un dolor que va más allá de lo físico
y lo emocional. Es el sufrimiento espiritual, el zarpazo del abismo, la amenaza
del vacío.
Después de su entrada
triunfal en Jerusalén, Jesús parece abatido y vencido. Su misión termina en una
aparente derrota. Los versos del salmo reproducen cuanto le sucede: lo cercan,
lo arrestan, le taladran pies y manos, se reparten su ropa. No solo lo atacan,
sino que lo despojan de todo cuanto tiene y de su dignidad. La burla y el
reparto de ropas expresan muy bien esa crueldad absurda que se mofa del
vencido, que se ensaña sobre el hombre caído.
Y, sin embargo, el salmo
acaba con una alabanza a Dios. ¿Cómo es posible?
Jesús también venció esa
última estocada del mal: la tentación de desesperarse, de dejar de creer. En la
misma cruz, su súplica angustiada con las palabras del Salmo es al mismo tiempo
señal de que sigue confiando en su Padre. ¿Cómo podría clamar a Él, si no
creyera que le escucha? Ese grito al cielo es su última oración.
Cuando somos capaces de
confiar en Dios hasta el extremo, hasta las circunstancias más difíciles y
penosas, entenderemos estos versos dramáticos y las palabras de Jesús, muriendo
en cruz. Entenderemos que hemos de pasar por una muerte para resucitar. Esa
muerte se traducirá en cambios profundos en nuestra vida, incluso cambios en
nuestra forma de ser y de pensar. Mantener la fe a toda prueba nos templa como
el fuego. Y nos hace personas nuevas, más libres, más vivas. Resucitadas.
Estos días de Semana
Santa nos invitan a descubrir el sentido oculto del dolor y a buscar la
curación de toda herida humana, corporal y espiritual. Encontraremos la
respuesta en el amor y en la entrega sin límites, un amor como sólo Dios puede
darnos. El amor que nos mostró Jesús.
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