Himno de Isaías 12, 2-6
Gritad jubilosos: «Qué grande
es en medio de ti el Santo de Israel».
El Señor es mi Dios y
salvador: confiaré y no temeré,
porque mi fuerza y mi poder es el Señor,
él fue
mi salvación. Y
sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación.
Dad gracias al Señor, invocad
su nombre,
contad a los pueblos sus hazañas, proclamad que su nombre es
excelso.
Tañed para el Señor, que hizo
proezas,
anunciadlas a toda la tierra; gritad jubilosos, habitantes de Sion:
«Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel».
Esta
semana leemos un himno del libro del profeta Isaías. Este profeta escribió en
tiempos difíciles para el pueblo de Israel, ante la presión de la invasión asiria que amenazaba con engullir el reino. Es en estos tiempos difíciles cuando la
voz de los profetas resuena con rotundidad: por una parte, describe con lucidez
la situación e interpreta los hechos a la luz de Dios, dándoles un sentido; por
otra parte, Isaías, como hicieron otros profetas, quiere transmitir un mensaje de
esperanza al pueblo atemorizado.
La
esperanza, en Isaías, se cifra en el futuro. Pese a las guerras y las
invasiones, Dios sigue siendo el Señor de la historia y protegerá a los suyos.
Hará justicia y su pueblo podrá alegrarse. El salmo canta ya en presente la
alegría del pueblo liberado. Desde una mentalidad racionalista podríamos tachar
estos versos de ilusos, o bien de una maniobra mental para zafarse de las
penurias del presente, un mero consuelo. En cambio, un terapeuta
neurolingüístico nos diría que hablar del bien que deseamos en presente es dar
un paso hacia esta realidad, es anticipar lo que deseamos y comenzar a
construir ese futuro mejor.
Pero
desde una óptica cristiana, el futuro hermoso que el profeta canta ya se ha
hecho realidad. Podemos preguntarnos: ¿cómo es posible, si el mundo sigue sacudido por
guerras, crisis y calamidades? Miramos alrededor y la angustia nos invade.
¿Dónde está la salvación de Dios? ¿Dónde está el gozo, dónde la alegría?
Si no
sabemos verla es porque nos falta limpieza y profundidad en la mirada. Nos
falta oración, nos falta vida interior. Desde el momento en que Dios vino a la
tierra, hecho niño, hecho de la misma pasta humana que todos nosotros, esa
fuente de salvación ya ha brotado y sigue fluyendo para saciar nuestra sed de
vida plena, para alimentarnos y darnos fuerzas. Por eso la Navidad que llega es
motivo de fiesta.
Pero es también motivo de fiesta saber que cada día, si
queremos, podemos acudir a esa «eterna fonte escondida», como diría san Juan de
la Cruz, escondida en el sagrario, en nuestras capillas e iglesias, y saciarnos
de ella. Jesús vino para quedarse con nosotros, ¡y lo tenemos tan cerca! No
solo en nuestro corazón, no solo en nuestro cuerpo cuando comulgamos, sino
también en el prójimo cercano, en aquellos que nos rodean, y muy especialmente
quizás en los que menos pensamos: en los pobres. Dios está presente y su
cercanía sostiene al mundo, en sus dolores de parto y en sus calladas alegrías.
Mientras estemos vivos, siempre tendremos un motivo para estar agradecidos y
alegrarnos.
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