Tú, Señor,
eres bueno y clemente.
Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia, con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende la voz de mi súplica.
Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre: «Grande eres tú, y haces maravillas; tú eres el único Dios.»
Pero tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí.
Los creyentes estamos acostumbrados a considerar
a Dios grande, poderoso, altísimo, justo,
omnipresente… Nos es fácil verlo como creador, como juez, como rey. En cambio,
¡cuánto nos cuesta verlo como un padre misericordioso! ¡Cuánto nos cuesta
imaginarlo como una madre comprensiva y compasiva! ¡Cuánto nos cuesta creer en
su ternura, en su bondad, en su benevolencia!
Quizás porque todos
proyectamos en Dios un poco nuestra propia personalidad. Si pudiéramos, si
nosotros fuéramos dioses, seguramente nos gustaría mucho actuar como reyes
poderosos y ejercer nuestras potestades
al máximo. Nos encantaría exhibir esplendor, gloria, fuerza… y también nuestra
violencia, si fuera necesario. Afortunadamente, Dios no es como nosotros.
El salmista se da cuenta de
que Dios es más que todopoderoso. Dios es alguien cercano. Dios es bueno y
cariñoso. Dios está cerca no sólo del hombre de éxito, del justo al que todo le
va bien, del que recibe su premio. Dios también está cerca del pecador, del fracasado,
del que intenta hacer las cosas más o menos bien y le salen torcidas. Dios
está, también, con los pequeños, los últimos, los imperfectos y los marginados.
En realidad, Dios está mucho más cerca de estos que de los triunfadores que se
creen autosuficientes. No es que a Dios le gusta que fracasemos y vivamos mal;
pero para aceptar su amor hace falta ser humildes y de corazón transparente y
agradecido. Y, a veces, para alcanzar la humildad, no hay otra manera que pasar
por el sufrimiento y la prueba. Somos tan arrogantes que no aprendemos sin
dolor.
No es Dios quien nos castiga.
Dios es compasivo y bueno. Son nuestras obras las que nos llevan, muchas veces,
al desastre, a la enfermedad, al dolor o al conflicto. Es nuestra mala cabeza,
o nuestro corazón un poco turbio, los que nos complican la vida. Pero Dios no
nos falla. Él está ahí, al rescate. Como decía Isaías, no quiebra la caña rota
ni apaga la candela vacilante. No está para darnos “el golpe de gracia” sino
para levantarnos, sanarnos, aliviarnos y darnos su aliento. El salmista reza,
grita y suplica. Porque sabe que Dios escucha. Cuando él llora, Dios recoge
hasta la última de sus lágrimas. Y responde.
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