Salmo 144
Cerca está el Señor de los que le
invocan.
Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por
siempre jamás. Grande es el Señor, merece toda alabanza, es incalculable su
grandeza.
El Señor es clemente y misericordioso, lento a la
cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus
criaturas.
El Señor es justo en todos sus caminos, es
bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de todos los que le
invocan, de los que lo invocan sinceramente.
De nuevo los versos del
salmo 144 nos recuerdan algo que muchas veces olvidamos. Y es que ese Dios en
el que creemos, ese Dios grande, todopoderoso, inalcanzable en su misterio, es
también un ser cercano.
Nuestro Dios no es una
energía temible y grandiosa, una fuerza cósmica o una imagen ficticia para
expresar lo inefable. Es eso y mucho más. Pero, al mismo tiempo, Dios es alguien. Alguien a quien podemos hablar.
Incluso podemos discutir, quejarnos, pelearnos con él. Es alguien que, no lo
dudemos, nos ama y está esperando, como un amante mendigo, nuestro amor.
Ese Dios inabarcable y a
la vez próximo es nuestro Dios: el que nos reveló Jesús. Ya los antiguos
hebreos intuían que la misericordia y la bondad eran más propias de él que la
cólera y la arrogancia, atributos muy corrientes en los dioses de otras
religiones.
El salmo repite e insiste
en tres verbos, que marcan el diálogo del poeta con el Señor: invocar, bendecir, alabar. Llama
a Dios porque necesita de su apoyo. Y cuando percibe su cercanía, lleno de paz
y de alegría, prorrumpe en alabanzas y bendiciones.
Qué importante es cuidar
las palabras que salen de nuestra boca. Los psicólogos y los estudiosos de la
conducta humana nos dicen, y está demostrado, que lo que decimos modela nuestro
pensamiento y, a la larga, también nuestra vida. ¿Cuántas palabras de alabanza,
de bien-decir, salen de nuestros labios? ¿Qué clase de palabras dirigimos a
Dios? ¿Perdemos demasiado tiempo en hablar mal, en criticar, o en maltratarnos
a nosotros mismos y a los demás con nuestra lengua viperina? No nos extrañe, si
es así, que nuestras vidas se arrastren entre la mediocridad, la frustración y
el resentimiento. ¡Y estamos llamados a caminar, erguidos, con los pies en la
tierra, pero con la vista puesta muy alto!
Aprendamos a usar
palabras buenas: palabras de elogio, de benevolencia, de vida. Si nos cuesta,
guardemos silencio y aprendamos a escuchar. Una buena manera es
comenzar dirigiéndonos a Dios con el corazón sincero. Quizás, abrumados por nuestros
problemas, nuestra primera plegaria sea quejumbrosa y amarga. Pero a medida que
experimentemos su cercanía y nuestros ojos vayan viendo con mayor claridad —con
la claridad del alma— nos percataremos de su enorme ternura y amor, de su
escucha, de su presencia. Y, poco a poco, las bendiciones llenarán nuestra
boca. Ojalá aprendamos a vivir una vida marcada por palabras de bendición
y alabanza.
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