Salmo 17
Yo te amo, Señor, tú eres mi
fortaleza.
Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza; Señor, mi
roca, mi alcázar, mi liberador.
Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi
fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de
mis enemigos.
Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado
mi Dios y Salvador.
Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste
misericordia de tu Ungido.
Cuántas veces se ha
acusado al cristianismo de ser una religión de débiles, un consuelo barato, un
remedio para someter a los espíritus inseguros, cargándoles de miedo y de
culpa. Ciertamente, para los creyentes, la fe en Dios es un consuelo, una
fuente de fortaleza y de energía que nos anima en las horas más bajas.
Pero los versos de este
salmo no reflejan miedo ni estrechez de corazón. Al contrario, exultan de
alegría porque quien canta se siente fuerte, seguro, protegido y bendecido.
Sobre todo, se siente amado.
El cantor del salmo
reconoce la pequeñez humana. Quien pronuncia estos versos hace suya aquella
frase de San Pablo: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta». Con Dios, el más
débil y quebradizo se hace fuerte. Dios es una auténtica fortaleza, un
baluarte, una roca que no falla.
A lo largo de la
historia, y con el vertiginoso progreso técnico y científico que ha
experimentado Occidente, los humanos nos hemos creído poderosos e invencibles.
Liberarse de Dios era un paso más en la emancipación y madurez de la especie
humana. Podría parecer que ya no necesitamos una fortaleza ni un escudo
protector. Nos bastamos a nosotros mismos.
Los avatares de la
historia y el existencialismo nos han mostrado, sin embargo, que la vida
desarraigada de Dios se convierte en un absurdo abismal. Sin el apoyo de esa
Roca somos hojas secas llevadas por el viento. El vacío y el azar nunca podrán
saciar nuestra hambre de plenitud.
Volver a Dios, buscar su
refugio, no es crearse un consuelo artificial. Sentirse amparado en Dios es la
experiencia del que abre su corazón, su mente y su espíritu, y regresa al
verdadero hogar del hombre, el corazón del Padre, que es puro Amor. Quien
recupera esas raíces profundas del ser, anclado en Dios, experimenta la
protección, la bendición, y se ve imbuido de una fuerza que, paradójicamente,
supera en mucho sus limitadas capacidades humanas.
Las palabras de este
salmo son una bella oración para pronunciar cada día, o siempre que nos
sintamos acosados por el miedo o las dificultades. ¡No desfallezcamos! Tenemos
un Defensor al que nada, ni nadie, puede abatir.
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