Salmo 65
Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre;
cantad himnos a su gloria; decid a Dios: "¡Qué temibles son tus obras!"
Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen
en tu honor,
que toquen para tu nombre.
Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres.
Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres.
Transformó el mar en tierra firme, a pie
atravesaron el río.
Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente.
Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente.
Fieles de Dios, venid a escuchar, os contaré lo
que ha hecho conmigo.
Bendito sea Dios, que no rechazó mi suplica, ni me retiró su favor.
Bendito sea Dios, que no rechazó mi suplica, ni me retiró su favor.
Se dice que la admiración
despertó en el hombre el sentimiento religioso y también la inquietud
filosófica. Ante la contemplación del mundo circundante, de la naturaleza
grandiosa, de la fuerza indomable de los elementos, el ser humano se siente
pequeño y a la vez espoleado por un íntimo afán: saber más, conocer más,
desentrañar el misterio que late tras el tapiz del mundo visible.
Los salmos, como este que
leemos hoy, expresan con múltiples imágenes este sentimiento de arrobo y
admiración. Pero, más allá de la naturaleza y el mundo tangible, el hombre
religioso adivina otra realidad trascendente. Para el hebreo, el mundo es
admirable, pero mucho más lo es Dios, que lo ha creado. En la religión judía, y
también en la cristiana, hay una clara distinción entre Creador y criatura; no
se diviniza la naturaleza, sino a Aquel que la ha hecho. El creyente adora al
divino autor, no a su obra.
Aún y así, la belleza de
la obra siempre es un puente tendido que nos acerca al Creador. Esta belleza no
siempre es idílica, ni causa siempre sensaciones plácidas. Ante el espectáculo
del universo, el ánimo sensible se ve sacudido por una mezcla de asombro e
incluso espanto: “¡Qué temibles son tus obras!”. En esta exclamación se
percibe, de manera simple y honda, la limitación humana y su incapacidad para
dominar las fuerzas naturales. El hombre puede controlar sus propias obras
hasta cierto punto, pero nunca podrá controlar enteramente la obra de Dios.
Tras constatar esto, el
salmista desciende a tierra y enfoca su atención, no ya en el mundo, sino en sí
mismo. Dios no sólo ha hecho maravillas en el cosmos, sino en ese pequeño y a
la vez inmenso universo que es cada persona. Existir, ser engendrados y nacer
con un alma prendida en nuestro barro humano ya es un milagro. Pero si cada uno
de nosotros deja, además, que Dios vaya modelando nuestra vida, iluminando
nuestro recorrido vital; si dejamos que él penetre nuestro corazón y guíe nuestros
pasos, entonces el asombro exultante y la gratitud serán mucho mayores. Porque
nuestro gran artista Dios no desea otra cosa que hacer de nuestras vidas un
caudal incesante de amor y belleza.
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