Salmo 33, 2-9
R. El
Señor me libró de todas mis ansias.
Bendigo
al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se
gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. R.
Proclamad
conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al
Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias. R.
Contempladlo,
y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca
al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. R.
El ángel
del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es
el Señor, dichoso el que se acoge a él. R.
Hoy encontramos muchísima literatura, cursos,
talleres y material audiovisual de autoayuda. Buena parte de todo este esfuerzo
se centra justamente en librar a las personas de su angustia vital. Una
angustia que puede estar provocada por los problemas o circunstancias que nos acosan
diariamente pero también, en muchos casos, es fruto de una actitud ante la vida
y los sucesos, que nos vuelve frágiles y nos hace zozobrar en medio del oleaje.
La humanidad ha alcanzado cimas muy altas en
ciertas áreas del saber y disponemos de muchísimos recursos para afrontar los
desafíos de la vida. Pero, con la proliferación de recursos y el auge tecnológico
y científico también ha crecido la inseguridad en todos los aspectos. Padecemos
inseguridad económica, miedo ante el futuro, ante la soledad, la pobreza o la
guerra. Y padecemos, también, estrés, un azote de nuestra cultura occidental, la
sensación de estar corriendo hacia ninguna parte y una terrible falta de
sentido que nos hace ver la vida como una carga, vacía, efímera y a veces
absurda.
¿De dónde viene esta actitud? Quizás el origen
de todo haya sido una sobrevaloración del poder humano, una soberbia y un
alejamiento progresivo de Dios; un olvidarse que, detrás de todos los logros
del hombre está la potencia invisible pero siempre presente de Dios.
En este contexto, la Biblia, el libro de
autoayuda más antiguo y quizás el mejor que existe, viene a darnos luz. No es
un consuelo barato ni una ilusión. La Biblia no se anda con rodeos: no quiere
deslumbrarnos con fuegos artificiales ni adormecernos entre humo de incienso. Los
salmos de súplica reflejan realidades humanas de dolor, miedo y angustia sin
paliativos. Pero al mismo tiempo reflejan una vivencia muy honda y real: la del
hombre que ha encontrado a Dios y, con él, ha podido levantarse y seguir
adelante.
El salmo nos dice que Dios siempre responde
cuando clamamos a él. Es un Dios que escucha. Me libró de todas mis ansias: es un Dios liberador. El salmo no nos
dice exactamente qué hace Dios para librarnos. Por experiencia sabemos que Dios
no interviene en nuestra vida como un mago, para sacarnos las castañas del
fuego. Pero sí sabemos que su presencia nos conforta, nos anima y nos impulsa.
¿Cómo nos ayuda Dios?
Quizás la respuesta esté en los mismos versos
del salmista: El ángel del señor acampa
en medio de sus fieles... Dios no nos envía remedios, ¡él mismo viene en
nuestro auxilio! Su ayuda es él. Se nos da, en persona, para acompañarnos, para
estar a nuestro lado, para llenarnos con su vida. ¿Somos conscientes de que está
con nosotros, dentro de nosotros,
insuflándonos su aliento, sosteniéndonos en el ser, a cada instante?
Contempladlo
y quedaréis radiantes. Ahí está el secreto: en la
contemplación, en la oración silenciosa ante él. Respirar, agradecer la vida,
sentir su presencia nos hará conscientes de que todo cuanto tenemos y somos es
un don. En él vivimos, nos movemos y existimos. Estamos arraigados en él, que
nos da la existencia y nos lo da todo... Esa certeza hace brotar la gratitud, y
con la gratitud desaparece el miedo y la angustia.
¡Cantemos! Dejémonos amar por el que es más íntimo
que nuestra más profunda intimidad. Y su amor nos librará de la angustia y nos
hará caminar erguidos, confiados, alegres y valientes. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él.
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