Salmo 8
Señor Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
el ser humano, para darle poder?
Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad,
le diste el mando sobre las obras de tus manos.
Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros,
y hasta las bestias del campo, las aves del cielo,
y hasta las bestias del campo, las aves del cielo,
los peces que trazan sendas por el mar.
Los conocimientos científicos que tenemos hoy nos han descubierto un
universo increíble. Las cifras de sus dimensiones y distancias dan vértigo.
La belleza de sus fenómenos nos sobrecoge. Las imágenes que llegan de
distantes galaxias, estrellas y nebulosas nos admiran. Y nos hacen sentir
nuestra pequeñez. ¿Qué es la Tierra, nuestro planeta, en medio de esa
inmensidad? ¡Nada!
Por otra parte, el conocimiento del mundo microscópico: la vida de las células,
la física atómica, nos revela otra inmensidad asombrosa, que se esconde bajo
nuestra misma piel. ¡Sabemos tan poco de nosotros mismos, de nuestro cuerpo,
del proceso de la vida!
Y todo esto nos lleva a una conclusión humilde. Somos pequeños… apenas
nada, en medio de un universo prodigioso que se despliega sin que sepamos cómo
ni por qué.
Sin tener tantos conocimientos, los hombres de la antigüedad también
se admiraron ante la maravilla del cosmos. Reconocieron su grandeza y supieron
ver más allá: que detrás de la creación había la mano de un autor mucho más
grande, más bueno y más lleno de sabiduría que su misma obra. Reconocer esto
lleva a las palabras admiradas que leemos hoy en el salmo 8. El nombre de Dios ―su firma, su sello― está impreso en toda la creación, ¡y es admirable!
Ser conscientes de la grandeza de cuanto nos rodea nos lleva de inmediato a
percatarnos de nuestra pequeñez. Pero, al mismo tiempo, ¡podemos conocer
todo esto! Si el universo es un milagro, la vida es otro misterio casi
imposible de explicar. Pero si la vida es portentosa, ¿qué es la consciencia
humana? Las estrellas, las plantas, incluso los animales, en su grado de
inteligencia y sentimiento, no llegan hasta donde llegamos los humanos, cuando
alzamos la mirada al cielo y nos preguntamos: ¿de dónde viene todo esto? ¿Y por
qué?
Esa consciencia inteligente, que nos hace interrogarnos y buscar
respuestas, es la que nos hace semejantes a Dios. En él están las respuestas y
la fuente de la pregunta. Dios es el agua viva, y el agua viva es la que
despierta nuestra sed. Vivimos anhelando unirnos con la fuente de nuestro ser.
Esas cualidades que nos hacen semejantes a Dios nos convierten en un
ser grande y poderoso. Somos nada y, al mismo tiempo, somos mucho. Es bueno
darnos cuenta de esta paradoja para adoptar una actitud humilde y gozosa ante
la realidad. Por un lado, somos dependientes del Creador y apenas una motita de
ser en medio de la nada. Por otro lado, Dios nos da unas capacidades que nos
permiten “casi” dominar el mundo: cavamos la tierra, domesticamos los
animales, jugamos con la naturaleza y nos servimos de ella… Sin la humildad
necesaria, nuestra inteligencia nos puede llevar a verdaderos atropellos, como
lo vemos cada día en las guerras y en las catástrofes ecológicas. Si nos
creemos dioses, no vamos a cuidar de este mundo que nos es dado. Pero con
humildad, y con gratitud, nos convertiremos en sabios administradores, en
custodios, como dice el papa Francisco, de esta creación que está ahí no sólo
para servirnos, sino para mostrar la gloria espléndida del creador.
Ser pequeños nos impulsa a ser humildes; ser grandes nos hace responsables. Ojalá
adquiramos esta sabiduría de Dios: sabernos semejantes a él, pero nunca dioses.
Y en esta semejanza, imitarlo en su cuidado amoroso sobre todo lo creado, desde
la planta más diminuta hasta el ser humano que vive a nuestro lado.
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