10 de junio de 2022

¿Qué es el ser humano...?



Salmo 8


Señor Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, 
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, 
el ser humano, para darle poder? 
Lo hiciste poco inferior a los ángeles, 
lo coronaste de gloria y dignidad,
le diste el mando sobre las obras de tus manos. 
Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, 
y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, 
los peces que trazan sendas por el mar. 


Los conocimientos científicos que tenemos hoy nos han descubierto un universo increíble. Las cifras de sus dimensiones y distancias dan vértigo. La belleza de sus fenómenos nos sobrecoge. Las imágenes que llegan de distantes galaxias, estrellas y nebulosas nos admiran. Y nos hacen sentir nuestra pequeñez. ¿Qué es la Tierra, nuestro planeta, en medio de esa inmensidad? ¡Nada!

Por otra parte, el conocimiento del mundo microscópico: la vida de las células, la física atómica, nos revela otra inmensidad asombrosa, que se esconde bajo nuestra misma piel. ¡Sabemos tan poco de nosotros mismos, de nuestro cuerpo, del proceso de la vida!

Y todo esto nos lleva a una conclusión humilde. Somos pequeños… apenas nada, en medio de un universo prodigioso que se despliega sin que sepamos cómo ni por qué.

Sin tener tantos conocimientos, los hombres de la antigüedad también se admiraron ante la maravilla del cosmos. Reconocieron su grandeza y supieron ver más allá: que detrás de la creación había la mano de un autor mucho más grande, más bueno y más lleno de sabiduría que su misma obra. Reconocer esto lleva a las palabras admiradas que leemos hoy en el salmo 8. El nombre de Dios ―su firma, su sello― está impreso en toda la creación, ¡y es admirable!

Ser conscientes de la grandeza de cuanto nos rodea nos lleva de inmediato a percatarnos de nuestra pequeñez. Pero, al mismo tiempo, ¡podemos conocer todo esto! Si el universo es un milagro, la vida es otro misterio casi imposible de explicar. Pero si la vida es portentosa, ¿qué es la consciencia humana? Las estrellas, las plantas, incluso los animales, en su grado de inteligencia y sentimiento, no llegan hasta donde llegamos los humanos, cuando alzamos la mirada al cielo y nos preguntamos: ¿de dónde viene todo esto? ¿Y por qué?

Esa consciencia inteligente, que nos hace interrogarnos y buscar respuestas, es la que nos hace semejantes a Dios. En él están las respuestas y la fuente de la pregunta. Dios es el agua viva, y el agua viva es la que despierta nuestra sed. Vivimos anhelando unirnos con la fuente de nuestro ser.  

Esas cualidades que nos hacen semejantes a Dios nos convierten en un ser grande y poderoso. Somos nada y, al mismo tiempo, somos mucho. Es bueno darnos cuenta de esta paradoja para adoptar una actitud humilde y gozosa ante la realidad. Por un lado, somos dependientes del Creador y apenas una motita de ser en medio de la nada. Por otro lado, Dios nos da unas capacidades que nos permiten “casi” dominar el mundo: cavamos la tierra, domesticamos los animales, jugamos con la naturaleza y nos servimos de ella… Sin la humildad necesaria, nuestra inteligencia nos puede llevar a verdaderos atropellos, como lo vemos cada día en las guerras y en las catástrofes ecológicas. Si nos creemos dioses, no vamos a cuidar de este mundo que nos es dado. Pero con humildad, y con gratitud, nos convertiremos en sabios administradores, en custodios, como dice el papa Francisco, de esta creación que está ahí no sólo para servirnos, sino para mostrar la gloria espléndida del creador.

Ser pequeños nos impulsa a ser humildes; ser grandes nos hace responsables. Ojalá adquiramos esta sabiduría de Dios: sabernos semejantes a él, pero nunca dioses. Y en esta semejanza, imitarlo en su cuidado amoroso sobre todo lo creado, desde la planta más diminuta hasta el ser humano que vive a nuestro lado. 

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