Dichoso el que camina en la voluntad del Señor.
Dichoso el que, con vida intachable, camina en la
voluntad del Señor; dichoso el que guardando sus preceptos lo busca de todo
corazón.
Tú promulgas tus decretos para que se observen
exactamente. Ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas.
Haz bien a tu siervo; viviré y cumpliré tus
palabras; ábreme los ojos y contemplaré las maravillas de tu voluntad.
Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes, y lo
seguiré puntualmente. Enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo
corazón.
En este salmo afloran
conceptos que nuestra cultura de hoy tiende a contraponer e incluso a enfrentar:
la ley y el corazón; la norma y la libre voluntad; la obediencia y la libertad.
¿Es posible reconciliarlos?
Para el hombre que
compuso este salmo no había contradicción ni dilema. El salmista muestra su
deseo vehemente y profundo de cumplir la ley del Señor, que alaba y reconoce
como buena: “contemplaré las maravillas de tu voluntad”. ¿Cuál es la bisagra,
la amalgama que logra unir la voluntad de Dios y la humana? El secreto es
simple y grande: el amor.
Una experiencia de amor
logra conciliar el deber y el corazón. Aúna voluntades —la mía y la de Dios― de la misma manera que el querer y el sueño de
dos que se aman y miran hacia el mismo horizonte.
Quien se sabe
intensamente amado por Dios, logra penetrar con lucidez en su auténtica ley —el
amor— y hace suya, con total libertad y con pasión, la voluntad de Dios. Entra
en una dinámica amorosa, en la que “cumplir” no es algo forzado ni superficial,
sino un verdadero impulso del corazón.
A partir de una
experiencia amorosa, mística, se pueden derivar “mandamientos” o prescripciones
que pueden orientar a la hora de llevar a la vida cotidiana las consecuencias
de ese amor. Si todos experimentáramos en propia carne este amor, no serían
necesarias las normas ni las leyes. “Ama y haz lo que quieras”, dijo Agustín,
en su ferviente radicalidad. “La ley es el amor”, afirmó Pablo, en repetidas ocasiones.
Porque, como Jesús, sabía bien que es muy fácil convertir la religión en un
conjunto de normas a cumplir. Y qué fácil es reducir la fe a un cumplimiento
formal, muchas veces incluso hipócrita, de los mandamientos que hemos aprendido
de memoria. El gran enfrentamiento de Jesús con los fariseos fue justamente por
este motivo.
Jesús aceptó la ley, pero
aclaró que ésta tuvo que ser establecida “por la dureza de corazón” de las
gentes. Efectivamente, cuando el amor desaparece, la ley es necesaria para
regular la convivencia y evitar el caos, las injusticias y el crimen. Pero
cuando se alcanza la madurez humana y espiritual, cuando se vibra con una
experiencia íntima de entrega y comunión, la ley humana sobra, es letra muerta,
como decía san Pablo. Y pasa a ser sustituida por la libertad auténtica, una
libertad responsable, consecuente, apasionada, movida por el soplo del amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario