Salmo 15, 1-11
Señor, me enseñarás el sendero de la
vida.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo
al Señor: «Tú eres mi bien». El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi
suerte está en tu mano.
Bendeciré al Señor que me aconseja; hasta de noche
me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha
no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis
entrañas y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte ni
dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de
gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.
La vida es un sendero…
¿hacia dónde? El destino de esta senda es el interrogante que se nos plantea
una y otra vez. ¿Qué sentido tiene nuestra existencia? El sentido va íntimamente
ligado al destino.
Y este salmo nos da unas
respuestas: El Señor es el lote de mi
heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano. Es una manera poética de
decir: Dios es mi destino. En él está el sentido de nuestra vida, y también su
finalidad.
¿Para qué existimos?
Pensar que nuestra vida mortal acaba en una nada espantosa nos lleva al
absurdo. ¿Para qué tanta vida, tanto sufrir y tantos gozos efímeros, si al
final todo acaba en el vacío? De nuevo la intuición del salmista, que es una
intuición inscrita en los genes de la humanidad, nos habla de algo que
sobrepasa nuestra mente: una vida eterna.
Dios no nos ha creado
para que seamos pasto de la destrucción. No
me entregarás a la muerte, dice el verso. Ni a la corrupción. Nos está
hablando de una vida distinta, transformada, resucitada. Esa vida que Jesús
mostró a sus discípulos cuando se les apareció, ya resucitado. Una vida que es
más que inmortalidad del alma: es vida corporal, física, material.
Es asombroso cómo la
intuición de los salmistas, mucho antes de Cristo, previó esta vida resucitada,
en cuerpo y alma. Se gozan mis entrañas y
mi carne descansa serena… Qué
diferente es vivir creyendo que con la muerte todo acaba a creer que un día
volveremos a abrazar a los seres queridos, con brazos y cuerpo reales. No son
pocos los teólogos que señalan que el cristianismo es la religión de la carne y
de la sangre, la que no demoniza el cuerpo, al contrario. Es la fe de la gloria
de la carne, la que supera la muerte más dolorosa. Y esta gloria la
alcanzaremos amando y creyendo en el Dios que nos ha creado por amor y nos
llama a gozar de su amor, de su alegría
perpetua a su derecha.
Este es el sendero de la
vida, el que Jesús, un atardecer de primavera, mostró a los discípulos de Emaús,
alumbrando su desesperanza desde la palabra, llenándoles el corazón con su
presencia, alimentando la alegría con su pan.
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