Salmo 22
El Señor es mi pastor, nada me
falta.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes
praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas, repara mis
fuerzas.
Me guía por el sendero justo, por el honor de su
nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu
vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis
enemigos; me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los
días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Las palabras de este
salmo nos resultan muy familiares. Es, quizás, el más recitado y cantado de
todos. Lo solemos escuchar en funerales, pero también en ocasiones más alegres
y festivas. Es una oración de confianza total en Dios.
El salmo toma imágenes
del antiguo testamento propias de los reyes, y las asocia a Dios. Así, en
Israel un rey era considerado pastor del pueblo, guía y protector. El rey era
ungido. La vara y el cayado son a la vez símbolo de realeza y de defensa, de
protección.
Nos fortalece saber que
Dios está ahí, cercano, como presencia amorosa que vela por nosotros. Sin
embargo, buena parte de nuestra sociedad moderna, descreída, ha visto en esta
fe un consuelo para mentes simples, o una invención para sentirse amparado por
una seguridad ficticia. Además, la idea de que alguien nos “pastoree” es
rechazada. El hombre maduro debe ser libre y autónomo, nadie tiene por qué
guiarlo a ningún sitio: él mismo es su propio guía y director.
Sólo quien se deja guiar
y confía en Aquel que le ama sabe cuán ciertas son las palabras del salmo.
También hay que tener valor para confiar. Y confiar en Dios supone confiar en
las personas que pone en tu camino, aquellas que sin interés alguno solo desean
tu bien.
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